Abismo negro
1. Traición
en Kamula
La mirada fría de Kull se
nubló de perplejidad cuando el alto guerrero bronceado irrumpió
en sus aposentos privados donde él permanecía ociosamente
sentado, tomando vino de loto y contemplando desde la ventana de palacio las
nubes blancas que se deslizaban sobre el mar azulado del cielo. A
excepción del corto faldón de cuero, el guerrero iba tan desnudo
como la larga espada de hierro que sostenía en el puño cubierto
de cicatrices, y su rostro habitualmente impertérrito se hallaba
cubierto ahora por una expresión de furia. Kull lanzó un suspiro
y dejó la copa de vino a un lado.
Había momentos en que
hasta un rey tan guerrero como Kull anhelaba algo de serenidad y de paz.
Aquí, en Kamula, casi la había encontrado, pues esta ciudad de
ensueño, llena de edificios de mármol blanco como la nieve y de
lapislázuli, que se levantaba sobre lo alto de la montaña, era
tan indolente y lánguida como si perteneciera a un sueño. Los
días pasados aquí se habían visto llenos de
alegrías placenteras y soñolientas, muy distintos de los que
pasaba en la capital del sur, donde se veía constantemente importunado
por conspiraciones y contraconspiraciones, por facciones e intrigas cortesanas
de todo tipo. Aquí, en el norte, en la ciudad de ensueño de
Kamula, en medio de las montañas verdes de Zalgara, todo era paz y
placer..., pero ahora, ¿qué ocurría ahora?
-¡Kull, quiero justicia!
¡Asesinato..., traición!
Kull volvió a emitir un
suspiro. Conocía bien a estos salvajes pictos que servían a
Valusia como aliados y mercenarios; comprendía la oscura furia que
dormía en ellos, como duerme en todos aquellos que son verdaderos
bárbaros, como de hecho dormía dentro de su propio
corazón, pues a pesar de ser ahora rey de Valusia, Kull había
nacido como un salvaje desnudo en la primitiva Atlantis, más allá
del continente, y en el fondo de su alma anidaba el bárbaro rojo que
era, a pesar de la superficie de la esplendorosa cultura valusa con la que se
había revestido desde entonces.
Sus ojos fríos, tan grises
como el hielo glacial, estudiaron con curiosidad el rostro del guerrero picto,
que blandía su espada en lo alto, y temblaba como poseído por una
furia apasionada.
-Durante mil años, el
pueblo de las islas ha permanecido como aliado al lado de los hombres de
Valusia -espetó el guerrero-. Ahora, en cambio, mis propios hermanos de
tribu se ven apartados de mi lado por asesinos que permanecen escondidos y al
acecho en medio de un palacio valuso.
Kull le miró asombrado, y
se puso inmediatamente alerta.
-¿Qué estás
diciendo, Brule? ¿Qué locura es ésta? ¿Hablas de
uno de mis guerreros? ¿Quién se ha apoderado de él?
- ¡Sólo Valka lo
sabe! -bramó el picto-. En un momento estábamos hablando juntos
en la cámara. Grogar se apoyaba contra una de esas columnas de
mármol de color melocotón, me volví para decirle algo a
Monartho y..., ¡zas!, Grogar desapareció, se desvaneció en
el aire, y sólo quedó en la estancia el eco de su grito de
terror.
Las cejas de Kull se unieron en
una expresión pensativa y hosca.
-¿Alguna disputa entre
él y sus camaradas...?
-¡Nada de eso, oh, mi
señor! Grogar era querido por todos.
-¿Un esposo celoso?
-Grogar nunca miraba a las
mujeres valusas, demasiado blandas y lánguidas para él... Una o
dos mujeronas gruesas y alegres de taberna, ésas eran las que le
gustaban, y esa clase de mujeres no tienen maridos. Y tampoco podía
soportar a estas mujeres de Kamula, tan sedosas y delicadas... ¡Bah!
Aquí, hasta los hombres huelen a perfume. Y estas gentes de Kamula odian
a los pictos. Lo sabemos. Lo vemos en la expresión de sus ojos cuando
nos miran.
Kull emitió una risa
bronca.
-¡Tú sueñas,
Brule! Estas gentes son demasiado indolentes y melindrosas como para odiar a
nadie. Lo único que saben hacer es cantar, hacer el amor, organizar
fiestas, beber vino, componer versos. Supongo que no creerás que tu gran
y corpulento Grogar haya sido arrebatado por el gracioso poeta Taligaro, por la
delicada y pequeña bailarina Zareta o por el propio y melindroso
príncipe Mandara, ¿verdad?
Brule observó al rey con
gesto hosco y los ojos azules llameantes. Sabía que se estaba burlando
de él. Bufó y escupió sobre el mármol veteado de
rosa.
-No sé quién es el
asesino, ni cómo o por qué ha decidido actuar, pero os digo esto,
rey Kull, ¡llevad cuidado! Aquí, en esta lánguida ciudad de
Kamula, se esconde la traición negra, y el asesinato rojo.
2. ¡Acero
rojo!
Avanzaron juntos por el paslo
tortuoso. Kull, el rey, y Brule, el asesino de la lanza, a quien el rey le
había pedido que le mostrara el lugar donde Grogar había
desaparecido de modo tan misterioso. Brule marchaba delante, indicándole
el camino; cruzaron cámaras voluptuosas de las que colgaban tapices
dorados que descendían ondulantes sobre las paredes, anchos pasillos
curvados en cuyos nichos aparecían estatuas de alabastro y grandes urnas
de jade llenas de flores. El aire olía a incienso, procedente de los
incensarios de plata colgantes, y todo evidenciaba la existencia de una elevada
cultura que se había hecho relajada y blanda, degenerada y débil,
y que parecía hallarse al borde de la decadencia.
Aquellos dos hombres eran tan
diferentes como pudieran serlo en su aspecto exterior. Kull se erguía
como una estatua heróica de aspecto poderoso, de hombros anchos y pecho
abultado, envuelto en una vistosa túnica de brocado que refulgía
en una cascada de escarlata y púrpura, con su capa ondulante de tela
plateada incrustada de hilo de oro, las gemas que despedían destellos
desde la sortija que llevaba en el dedo, el brazalete de oro, la
empuñadura y el cinto de la espada, y desde el delgado círculo de
oro que le rodeaba las sienes, donde unos grandes y lustrosos ópalos
brillaban lujosamente. De porte y semblante realmente regios, Kull se
erguía tan recto como el mango de una lanza, tan ágil como un
tigre que fuera de caza, tan impasible como un dios. Su cabello negro y cortado
recto le caía sobre los hombros. tan áspero y espeso como una
melena leonina, y sus ojos ardían con la frialdad del acero de una
espada, tan brillantes y penetrantes como el hielo claro.
Brule, el picto, era más
delgado, menos corpulento, de mediana estatura. Su fisico, de aspecto flexible,
se hallaba moldeado con la elegante simetría y la salvaje
economía de medios de una pantera. Su piel era atezada, bronceada por el
sol, salpicada aquí y allá por las terribles cicatrices de viejas
batallas y guerras ya olvidadas. Ni una sola joya perturbaba el aspecto de
dignidad guerrera y espartana de este ser primitivo que despreciaba los lujos
de la corte; lo único que llevaba era el faldón corto de cuero
negro y el acero desnudo.
Diferentes, sí, y sin
embargo iguales en su porte elegante y felino, en su actitud alerta, en la
majestuosidad natural de sus movimientos y en aquella misma aura intangible de
salvajismo primitivo que parecía rodear tanto al guerrero semidesnudo
como al rey cubierto de joyas.
-Estábamos en el
salón de las joyas -gruñó el picto-. Grogar, Monartho y
yo. Acabábamos de terminar nuestra guardia y nos gastábamos
bromas. Grogar se apoyaba contra la columna, como ya os he dicho. Me
volví para decirle algo a Monartho y, al hacerlo, Grogar apoyó todo
su peso contra la pared, y entonces oí el grito de angustia que se
escapó de sus labios. Me volví... y ya no estaba. No pudimos ver
más que un atisbo de negra oscuridad, como si una boca gigantesca se
hubiera abierto, y percibimos una bocanada de aire maloliente, como procedente
de un pozo lleno de osamentas podridas... Y desapareció como si la pared
hubiera cobrado vida y se lo hubiera tragado.
-Un panel deslizante -dijo Kull
mirando a su alrededor con ojos inquietos, receloso de encontrar la
traición en cada sombra-. Alguna condenada trampa que se ha abierto.
Tuvo que haber tocado accidentalmente algún resorte y la pared se
abrió y se lo tragó.
-Quizá. O quizá
hubiera un asesino oculto tras la pared. La verdad es que pudimos ver bien poca
cosa... Monartho desenvainó la espada y la introdujo por la abertura,
para que el panel no pudiera cerrarse por completo. Apoyamos sobre ella todo el
peso de nuestros cuerpos, pero no cedió ni un ápice, así
que le dejé allí, con la hoja introducida en la grieta, y corrí
a avisaros.
Entraron en la cámara
denominada el salón de las joyas debido a los murales incrustados de
gemas que representaban una variada serie de escenas de carácter amoroso
en la vida de los héroes legendarios. Ahora se encontraban en las
estancias más profundas del palacto, y Kull miró a su alrededor,
extrañado. Esta estancia se había construido contra la roca
sólida de la montaña sobre la que se levantaba la ciudad de
Kamula. ¿Cómo podía haber allí un pasaje secreto?
-Justo en el momento en que se desvanecía
y la pared se
cerraba, Monartho jura que
oyó alguna clase de música que procedía del abismo oscuro
hacia el que Grogar se vio arrastrado. Ahí lo tenéis ahora, con
la oreja pegada a la grieta, tratando de escuchar algo. ¡Hola, Monartho!
Kull frunció el cerio,
inquieto. El alto guerrero que se encontraba en la pared más alejada de
la estancia no se volvió hacia ellos cuando Brule le dirigió el
saludo, ni hizo el menor gesto que indicara que se hubiera dado cuenta de su
presencia. Parecía estar limpiamente apoyado contra el panel, con una
mano sujeta a la empuñadura de la espada que sobresalía de la
grieta negra.
Kull se acercó al picto y
le puso una mano impaciente sobre el hombro. Al contacto de su mano, Monartho
se derrumbó por completo sobre el suelo de mármol. Sus ojos les
miraron, helados y vacíos, sin vida. Del corazón
sobresalía la empuñadura de una pequeña daga dorada.
Aturdido, Kull se inclinó y extrajo el acero enrojecido de la carne del hombre
muerto, que ya se enfriaba. Brule lanzó un juramento.
-¡Por Valka!
¡También lo han asesinado a él! He sido un estúpido
al dejarle solo. El capitán de mis arqueros a caballo, y mi mejor
lanzador de jabalina..., ¡muertos! Juro que encontraré a la
serpiente que ha hecho esto, muerta o viva. Juro que la encontraré,
aunque tenga que destrozar todo Kamula y no dejar piedra sobre piedra.
¡Por Valka! ¡Entregaré esta condenada ciudad a las llamas y
las apagaré después con la sangre de sus habitantes!
3. La flauta del
demonio
La hendedura recorría la
pared como una barra de sombra. Kull se inclinó para examinarla. La
empuñadura de la espada de Monartho sobresalía, sostenida por el
peso de la piedra deslizante.
-Mira, Brule, alguien tiene que
haber atacado a tu amigo con la daga a través de esta raja, desde el
otro lado. Esa hoja es lo bastante estrecha y delgada para pasar por donde la
espada no pudo. Me pregunto qué habrá al otro lado de esta
pared...
-Locura y muerte -contestó
Brule, ceñudo-. La muerte de dos buenos hombres, que vivieron, lucharon
y murieron al servicio de Valusia.
-Es posible que Grogar
todavía esté con vida-dijo Kull
Miró a través de la
grieta, pero no pudo ver nada. La negrura del otro lado era intensa, casi
palpable. Y desde aquella raja de oscuridad casi material llegó hasta
él un maloliente olor fétido, como de cadáveres en
putrefacción. La oscuridad parecía latir, como si fuera algo vivo
y sensible.
Brule desvariaba, sin dejar de
pronunciar feroces juramentos, pero Kull le sujetó por el brazo y le
ordenó que guardara silencio. Se inclinaron juntos, forzando el
oído junto a la abertura. Desde el otro lado de la pared llegó
hasta ellos una música débil y lejana, como un gemido tenue y
escalofriante, una música extraña y misteriosa que se elevaba y
descendía como el eco de una risa demoniaca. ¿Qué flauta
espectral se ocultaba más allá de aquella puerta misteriosa, en
la negrura viva?
Kull casi sis estremeció
ante aquella melodía horrible que parecía agarrarse a su cordura,
tratando de arrancársela. Había odio en aquella música,
una burla enloquecida llena de odio y vileza, más de lo que cualquier
obscenidad humana pudiera imaginar. Todo el veneno de mil años de odio
humano se hallaba concentrado en aquel escalofriante hilillo de música.
De repente, Kull echó otro vistazo al rostro del guerrero muerto tendido
a sus pies.
¡Sí! La
expresión grabada en aquellos rasgos de la muerte era de horror y
sorpresa, y también de dolor, pero había algo más en la
expresión del cadáver, congelado en una expresión de...
escucha.
La música demoniaca hizo que
la piel le hormigueara. Hasta el inexorable Brule se puso pálido de
náuseas cuando el sonido dee la flauta demoniaca se filtró por la
abertura.
-Parece la clase de música
a cuyo sonido bailan los muertos en los suelos escarlata del infierno -dijo con
un estremecimiento incontenible.
Kull se encogió de hombros
y empujó la pared de mármol de color melocotón, que no se
movió. Apoyó el hombro contra la pared y empujó. Unos
poderosos haces de músculos se abultaron en su cuello y le recorrieron
la espalda y el pecho como sinuosas serpientes, por debajo de los ropajes de
brocado. Era como tratar de empujar un acantilado de granito puro. Brule
añadió su propia fortaleza a sus intentos, pero tampoco eso
sirvió de nada. Enojado ahora, Kull se quitó los lujosos ropajes,
dejando al descubierto un torso poderoso que brilló como el bronce
aceitado bajo la luz del sol.
Sujetó la
empuñadura de la espada de Monartho y trató de hacerla servir
como palanca, pero tampoco logró nada. Entonces, empezó a tantear
con las manos a lo largo de la pared, junto a la columna contigua, en busca del
resorte oculto con el que sin duda tuvo que haberse tropezado Grogar. De
repente, oyó un clic metálico ahogado por la pared de piedra y el
panel se apartó a un lado al deslizarse con suavidad y girar sobre un
dispositivo de ruedas.
Un abismo negro se abrió
ante ellos como la boca de un pozo que condujera al infierno de los mitos
más oscuros. Desde el interior de aquella boca negra surgió una
bocanada de aire nauseabundo y húmedo, cargado con un olor fétido
indescriptible. Y la horrible flauta pareció sonar entonces con
más fuerza, más cercana y misteriosa. Su sonido espectral
arrancó un escalofrío glacial de la espalda de Kull. Toda su
recia masculinidad se rebeló con repugnancia ante la infame y obscena
alegría que se percibía en la música del misterioso
flautista demoniaco.
Brule colocó un
jarrón de bronce en la abertura, para que la puerta secreta no pudiera
cerrarse.
-¿Qué hacemos,
Kull? -preguntó-. ¿Queréis que vaya a buscar más
hombres?
El rey negó con un gesto
de la cabeza, haciendo oscilar la melena negra de un lado a otro.
-No podemos hacer eso, Brule.
Mientras perdemos el tiempo aquí, Grogar podría estar
enfrentándose a..., ¡sólo Valka sabe a qué!
Brule sonrió con una mueca
felina y los dientes blancos llamearon en su rostro bronceado.
-Bien, de todos modos,
¿para qué necesitamos a los demás? Nos bastamos vos y yo,
oh, rey, juntos y con las espadas en la mano.
Kull asintió con un gesto
y sus ojos furiosos trataron de atravesar la negrura. Avanzó un paso
hacia aquella oscuridad desconocida.
-¡Vamos!
4 En el abismo
negro
Brule sólo se
retrasó el tiempo que necesitó para tomar una antorcha resinosa
del aro que la sostenía en la pared. La encendió con los carbones
de uno de los incensarios de plata y luego se lanzó hacia la boca oscura
de la puerta, tras los talones de Kull.
Se encontraron sobre una estrecha
plataforma de piedra sólida. Por debajo, un abismo negro parecía
caer y caer, como si descendiera hacia lo más profundo de las
entrañas de la tierra. Unos escalones de piedra descendían en
espiral hacia la garganta de aquel pozo negro. Desde las profundidades
desconocidas del fondo llegaba hasta ellos un aire frío y nauseabundo,
portando en sus alas invisibles aquella misteriosa melodía. El rey y el
guerrero iniciaron el descenso de los escalones de piedra en espiral,
moviéndose con una silenciosa cautela.
La escalera era vieja, muy vieja.
Los pies de muchas generaciones habían desgastado la piedra durante
siglos. Un limo pálido se aferraba a la piedra húmeda y
resbaladiza de los escalones, por debajo de sus pies. Continuaron su descenso
hacia la oscuridad, paso a paso, con la antorcha lanzando destellos de luz
anaranjada que arrojaban una luz oscilante y engañosa ante ellos. Las
sombras bailoteaban y brincaban contra la pared de basta piedra húmeda.
De vez en cuando, burdamente
tallados en la pared, aparecían petroglifos monstruosos, vagamente
blasfemos, misteriosamente extraños, que les producían
escalofríos en la espalda. Era como si las manos que los hubiesen
cincelado fueran tan alienígenas e inhumanas como las mentes en cuyas
corrompidas profundidades se concibieron aquellos símbolos monstruosos.
Brule se detuvo un instante para estudiar los signos tallados en la piedra, acercando
a ellos la luz de la antorcha. Al hacerlo, contuvo una maldición, y
lanzó un gruñido de sorpresa.
-¡Kull, mirad!
¿Conocéis estos glifos? -El rey los examinó, pero eran
enigmas desconocidos para él. Sacudió la cabeza-. Yo sí
que los he visto antes, o algo similar -musitó el asesino de la lanza-.
Muy lejos de aquí, al occidente, en las viejas ciudades serpiente que se
desmoronan entre las ruinas, en medio de los desiertos de Camoonia. Son los
pentáculos de una oscura e innombrable brujería que creía
desaparecida desde hacía tiempo de los lugares frecuentados por los
hombres. Pero parece que aquí todavía pervive un horrible culto
de los tiempos antiguos. El culto de...
Su voz se interrumpió
bruscamente cuando Kull le sujetó por el brazo con la garra de hierro de
su mano. El rey estaba tenso, sus ojos despedían frías llamaradas
grises al tiempo que intentaba penetrar las oscuras profundidades de
allá abajo.
-¡Escucha!
¿Qué ha sido eso?
El fantasmal ulular se
había elevado en un crescendo de frenesí demoniaco, como un
sonido chirriante y agudo que parecía querer desgarrar los nervios, como
si los dedos dotados de garras de un arpista enloquecido pudieran rasgar y
romper las cuerdas de su instrumento. Y en lo más alto de este sonido
agudo percibieron un grito fantasmal que les heló la sangre.
-¡Por Valka!
-balbuceó Brule, aunque su exclamación fue casi más una
oración.
Tenía los ojos encendidos
y blancos bajo la luz de la antorch.
El grito murió, convertido
en un gorgoteo, ahogado por las flemas, como si hubiera sido estrangulado por
una mano implacable. A ello siguió un silencio mortal mientras los ecos
reverberaban por todo el pozo, y producían un torrente de ecos que lo
engulló todo. El sonido de aquel grito hizo que se les helara la sangre
en las venas. Era el último grito, lleno de desesperación, de un
alma arrastrada hacia el borde definitivo del terror y la locura. Jamás
habría imaginado Kull que de unos labios humanos pudiera surgir tal nota
de angustia y pánico impotente. Apretó las mandíbulas y su
poderosa mano aferró la empuñadura de la espada con una furia que
le puso los nudillos blancos.
-¡Vamos!
-gruñó.
Y continuó el descenso por
los escalones cubiertos de limo resbaladizo.
5. La cosa sobre el
altar
Finalmente, la escalera de
caracol terminó en un suelo uniforme de piedra humedecida sumida en una
negrura helada. El oscilante resplandor anaranjado de la antorcha reveló
una doble hilera de columnas toscamente labradas que se extendían por la
oscura caverna como una poderosa sala hipóstila de un templo oscuro de
los dioses antiguos. Con las espadas empuñadas, los dos hombres
descendieron con rapidez hacia esta nave de columnas, tan vastas y poderosas
como los árboles más rectos y titánicos. Unos rostros
monstruosos les contemplaban, profundamente tallados en las oscuras piedras
erectas. No eran rostros humanos, observó Kull con aire ceñudo.
Pero no se detuvo por ello.
Al final, la nave de columnas se
abría a un enorme anillo de piedras erectas. En el centro había
un altar de cristal negro; un cubo gigantesco de obsidiana resplandeciente. A
cada uno de los lados, unas llamas azuladas gemelas parpadeaban en anchas urnas
de latón, ardiendo en la oscuridad como los ojos encendidos de una
bestia gigantesca e inimaginable.
Brule se agarró al brazo desnudo
de Kull, haciendo esfuerzos por reprimir una exclamación.
Agazapado sobre los escalones que
conducían al altar, desnudo como un niño, había un hombre
sentado que tocaba una flauta. La cacofonía ululante y demoniaca de su
enloquecedora melodía se elevaba, insoportablemente fuerte, batiendo el
cerebro como martillos amortiguados que golpearan implacables la misma
ciudadela de la razón. Kull emitió un gruñido desde lo
más profundo de su garganta y vio, claramente revelado, el rostro del
hombre. El flautista echó la cabeza hacia atrás, extasiado, al
tiempo que elevaba el sonido de su canción demoniaca.
¡Era el poeta Taligaro!
Taligaro, el poeta consentido,
sedoso y lánguido, cuyas rimas melindrosas hacían el furor de
toda esta metrópoli de ensueño; Taligaro, el tímido y
afectado poeta..., encogido ahora como un animal, desnudo, cubierto de sudor,
tocaba la flauta como un bacante enloquecido, postrado servilmente ante un
altar pagano.
Entonces aparecieron los otros
fieles, que se deslizaron en grupos de dos y tres, surgiendo de entre las
columnas. Iban envueltos en capas de terciopelo negro, con las cabezas
encapuchadas. Pero cuando la melodía enloquecedora se elevó en un
atropellado frenesí, se quitaron las capas y empezaron a postrarse ante
el reluciente cubo de cristal, del color del ébano.
Kull apenas si pudo contener un
juramento, poseído por una rabia irracional. Allí estaban los
nobles y señores de Kamula, hombres y mujeres con los que había
participado en fiestas, con los que había conversado durante su
prolongada estancia indolente en esta ciudad levantada sobre las
montañas. Allí estaba el gordo Ergon, barón de la costa
septentrional, moviéndose como un sapo desnudo, haciendo oscilar
obscenamente su gruesa panza. Y allí estaba también Nargol, el
vástago de una casa antigua y honrosa, completamente desnudo a la luz de
las llamas gemelas de zafiro. ¡Nargol, que siempre era tan rígido
y aristocrático!
A Kull le relampaguearon los ojos
como si fuera un tigre de la jungla. Por detrás de su dorada
máscara de languidez florida, la ciudad de Kamula se hallaba corrompida
hasta lo más profundo de sus entrañas.
Una mujer desnuda irrumpió
a través del cfrculo de fieles grotescamente inclinados. Delgada y de
proporciones encantadoras, como una muñeca, su cuerpo esbelto
pareció como la hoja afilada de una espada de plata. El cabello suelto
le flotó a la espalda, como un estandarte ondulante de seda negra. Sus
ojos relampaguearon lo mismo que negras joyas húmedas. Empezó a
bailar ante el altar, y a Kull la sangre le hirvió en las venas mientras
observaba; los brazos blancos de la joven trazaron en el aire redes de
atractivo encanto; su boca roja era suave, invitadora y húmeda cual
fruta madura; sus pechos virginales oscilaron, jadeantes de pasión, como
rosas blancas sacudidas por la violencia de un viento negro.
¡Era Zareta, la bailarina!
Apenas el día anterior había bailado ante el rey, en la fiesta
del príncipe. Ahora, en cambio, se ondulaba con pagano abandono ante el
escuálido altar de algún horrible dios-demonio. Kull
sintió que aumentaba su furia.
Y fue entonces cuando vio lo que
había sobre el altar negro.
Era Grogar, que yacía
espatarrado, sujeto por argollas de hierro en los tobillos y las
muñecas. Su cuerpo desnudo brillaba de humedad a causa de cientos de diminutos
cortes que salpicaban su figura broncínea con el cálido
líquido goteante de la sangre. Tenía el rostro vuelto hacia Kull,
y cuando el rey contempló aquellos ojos de mirada fija y vacía,
aquella mandíbula caída que dejaba abierta la boca, se dio cuenta,
por la contractura de los labios, de dónde había surgido aquel
grito horrible y agonizante, lleno de desesperación, que habían
oído mientras bajaban por la escalera de piedra, después de haber
tenido que soportar tormentos increíbles. Y aquella cosa desnuda y
salpicada de sangre farfullaba estúpidamente y se deslizaba lentamente
sobre el altar negro, como la esencia del condenado culebreo que se deslizara
sobre los suelos al rojo vivo del propio infierno.
6 El gusano demonio
¡Dos ojos llamearon! Kull
se puso rígido, y un sudor frío brotó en diminutas gotas
sobre su torso desnudo. Desde lo alto del altar, brillaron dos esferas gemelas
dotadas de una llama verde pálida..., ¡y se movieron!
La aguda y chirriante
melodía de la flauta se elevó aún más, como si
tratara de atraer algo. los bailarines se entregaron a una serie de movimientos
salvajes, con los brazos levantados y las cabezas echadas hacia atrás. Y
la delgada llamarada encendida que era Zareta osciló de un lado a otro
con una lánguida voluptuosidad. Aquel rito horripilante estaba a punto
de alcanzar su momento cumbre.
Lentamente, con una
ondulación que se hinchaba y se enroscaba sobre sí misma, el
gigantesco gusano descendió, deslizándose por la piedra tosca de
la más alta de las columnas. Nadie podría %aher de qué
grieta desconocida había podido surgir, pero la música y el
movimiento frenético de los bailarines le habían hecho salir de
su morada tenebrosa.
La brillante babosa negra, de
treinta metros de longitud, era como un deslizante río de légamo
gélido. Dos ojos como discos brillaban suavemente por encima de la
mandíbula abierta, de la que babeaba un líquido corrompido y
nauseabundo. Aquella cosa deslizante se dirigía lentamente hacia el
altar.
Estremecido hasta lo más
profundo dc su alma, Kull se preguntó cuántos miles de veces, en
las largas eras del pasado, se habría arrastrado esta pesadilla
putrefacta fuera de su hedionda guarida para descender hacia el altar negro con
la intención de... alimentarse.
No necesitó oír la
apresurada y susurrada explicación de Brule para saber lo que era
aquello. Los antiguos símbolos grabados en las paredes de roca del
abismo no eran tan extraños para el rey, pues incluso en la lejana y
salvaje Atlantis había oído pronunciar en voz baja aquel nombre
terrible: ¡Zogthuu! Zogthuu, el que se desliza en la noche, el espantoso
e inmortal dios gusano cuyo culto habían exterminado los primeros
valusos con la antorcha y el hacha, la repugnante monstruosidad cuyo nombre
había sido una leyenda de terror durante tres veces diez mil
años..., ¡y que ahora aparecía vivo, en los negros abismos
existentes bajo Kamula!
El maligno gusano, como un
río fétido de aceite negro, se cernió sobre el altar,
contemplando con los ojos semicerrados al picto desnudo. A pesar de su locura,
Grogar vio y supo cuál sería el horror definitivo destinado a
convertirse en su fin. Lanzó un grito terrible capaz de encoger el alma,
que tuvo que haberle desgarrado el cuello...
¡Kull se lanzó
entonces como un tigre enfurecido!
El salvaje rojo que había
en él despertó en su pecho. Una furia incontenible se
apoderó de él como una maldición carmesí,
nubló su visión ya brumosa e hizo acudir a sus labios
contraídos un gruñido de rabia bestial. Saltó como una
pantera y se plantó en medio de los serviles bailarines postrados a su
alrededor, con la poderosa espada desenvaInada. Los fieles se lanzaron sobre
él, pero su acero relampagueó a derecha e izquierda. una y otra
vez, y los hombres cayeron hacia atrás, agarrándose los muñones
de los que brotaba la sangre allí donde antes había habido manos.
Saltó hacia el pie del
altar, donde Taligaro, con ojos de loco, le miró inexpresivamente. El
frío acero cruzó el aire, como un relámpago, y su
llamarada glacial se hundió en el pútrido corazón del poeta.
La flauta demoniaca cayó de aquellos dedos que la sostenían
débilmente, sin nervio.
Luego, se montó a
horcajadas en lo alto del altar, situándose entre el impotente picto y
la cabeza oscilante del gusano endiablado. Aquellos ojos relucientes e
inhumanos le miraron, con una llamarada de un jade fosforescente de brillante
intensidad. Kull devolvió la mirada, atravesando la penumbra que lo
envolvía, mirando hacia las profundidades, hacia la misma alma de
Zogthuu. Y allí, en lo más profundo de los ojos del monstruoso
gusano, Kull vio algo que despertó un terror primigenio y petrificante
en su propia alma, un terror como jamás había experimentado
ningún otro hombre mortal; su carne se quedó paralizada, como si
se encontrara sometido de pronto al soplido de un poderoso viento helado
surgido de las profundidades de pesadilla del abismo negro de los infiernos
cósmicos, situados más allá del espacio y del tiempo.
Porque allí dentro, en los
ardientes ojos del gusano monstruoso, brillaba una espantosa inteligencia,
fría, solitaria y torturada más allá de todo tormento que
pudiera imaginarse.
Una bilis agria se elevó,
nauseabunda, en la garganta de Kull. Porque en aquella repugnante longitud de
baba gelatinosa anidaba una mente pensante, consciente y horriblemente
sensible.
Encerrar un cerebro vivo en la
prisión fétida de esta cosa fantasmal constituía una idea
que sobrepasaba los efectos de diez mil infiernos. A este castigo eterno e
inmortal habían condenado los dioses supremos a uno de los suyos, que
debía de haber cometido algún crimen innombrable cuya maldad
sobrepasaba toda imaginación humana.
Kull golpeó como un hombre
enloquecido. El brillante acero silbó y se hundió en la masa
gelatinosa, que no le ofreció ninguna resistencia. Un enorme trozo de
materia fétida se desprendió y cayó al suelo de piedra con
un ruido sordo. Pero Zogthuu no pareció sentir nada; su palpitante carne
ameboide no ofreció la menor resistencia al acero de Kull. Los
mandobles, propinados uno tras otro como un martillo pilón, atravesaban
al gusano demoniaco sin causarle daño alguno.
La petrificada tristeza que
anidaba para siempre en aquellos ojos terribles e inteligentes no
desapareció con ningún parpadeo de dolor. El reluciente y baboso
cuerpo siguió deslizándose sobre el altar, y las
mandíbulas babeantes y sin colmillos se abrieron, en busca de la carne
de Kull.
Paso a paso, el rey se vio
obligado a retroceder, hasta que sus hombros desnudos rozaron la superficie
caliente de la alta urna de latón donde bailoteaban unas llamas
azuladas. Un momento más, y el gusano estaría sobre él.
Kull sabía que no podía rechazar aquella cosa deslizante que
avanzaba implacable. Tampoco podía ayudarle Brule, pues en alguna parte,
a su espalda, percibió el ruido de la lucha del guerrero picto, que
mantenía a raya a la horda de fieles enloquecidos. ¡Su mente
buscó desesperadamente una salida!
7. La muerte azul
Zogthuu continuó fluyendo
hacia él como un río legamoso de aceite negro y entonces, de
repente, un brillo de inspiración surgió en los ojos de Kull. Se
volvió hacia un lado, en el momento en que el gusano demoniaco se
lanzaba hacia adelante como una cobra. Agarró con las dos manos la urna
de latón y la sacudió. desprendiéndola del pedestal e
inclinándola sobre aquella cosa negra y reptante. La urna cayó de
lleno sobre el lomo de Zogthuu.
El aceite se derramó de la
pesada urna, empapando los ondulantes anillos negros de la bestia, y un
instante después la llama siguió el rastro brillante del aceite
derramado... ¡y Zogthuu se incendió como una gigantesca antorcha
viviente!
Una llamarada azul
envolvió toda la longitud retorcida de su cuerpo, de un extremo al otro,
con llamas que chamuscaban y abrasaban como mil hierros de tortura al rojo
vivo. Y ahora sí, ahora un dolor enloquecido apareció en los ojos
relucientes del gusano. Durante todos los eones de pesadilla de su existencia
eterna, Zoghtuu quizá no había experimentado nunca la furia
acuciante de ningún dolor, a excepción del tormento interior de
su alma, encerrada en la repugnante prisión de un cuerpo
inimaginablemente asqueroso. Ahora, un agudo dolor rojo llameó en sus
grandes ojos, y las mandíbulas, sin colmillos ni lengua, se abrieron en
un grito silencioso.
El aceite había empapado
profundamente la carne esponjosa y gelatinosa. Al cabo de pocos instantes, el
enorme gusano no era más que una masa de fluido ardiente, que inundaba
el estrado, formando un enorme charco pútrido de légamo ardiente.
Kull saltó como un resorte hacia donde se encontraba Brule, jadeante,
rodeado por el montón de cuerpos ensangrentados de los fieles muertos.
-Ninguna esperanza queda para
Grogar -gimió Brule-.Ese perro de Nargol me arrojó una daga, me
agaché para esquivarla y la hoja se hundió en la garganta de
Grogar.
-Que Valka acoja el
espíritu del pobre diablo -dijo Kull, ceñudo-. Pero es mejor
así. De haber vivido no habría sido más que un loco de
atar. En cambio, una muerte limpia causada por una hoja de acero...
-¡Sí! ¡Es la
muerte de un guerrero!
Kull señaló hacia
la distante escalera.
-Salgamos de este pozo maldito
antes de que nos asemos.
Mientras subían la
escalera de caracol, la mente de Kull continuaba viéndose acosada por
aquella cosa que había visto en los ojos moribundos de Zogthuu, apenas
un instante antes de que el monstruo se desintegrara en una confusa mezcolanza
de légamo hirviente.
Se preguntó si acaso
aquella inteligencia torturada y triste que había existido durante eones
incontables por detrás de aquellos ojos brillantes, dentro de su cuerpo
pútrido de gusano, le había dirigido una última e
inconmovible mirada de patética gratitud por haberle liberado, al fin,
de su nauseabunda prisión, permitiéndole entrar así en la
noche eterna de la muerte.
Quizá...
Por encima de ellos, a través de la
puerta que todavía permanecía parcialmente abierta, se
introducía el aire fresco y limpio del mundo superior, y la luz
brillante del sol que alumbraba un mundo donde, seguramente, jamás
podrían existir los horrores que habían presenciado allá
abajo.