Jinetes del sol naciente

 

 

-Y así -concluyó Tu, el primer consejero-, Lala-ah, condesa de Vanara, huyó con su amante, Felnar, el aventurero de Farsun. Y así ha traído ella la vergüenza sobre su futuro esposo, y sobre el mismo trono de Valusia.

Kull, el rey, que había permanecido sentado, escuchando, con el puño sosteniéndole la barbilla, emitió un gruñido. Había escuchado con escaso interés mientras el viejo consejero narraba la historia de la joven condesa de Vanara y de cómo había abandonado a un noble de Valusia, que esperaba para casarse con ella en la misma escalinata de acceso al templo de Merama, mientras ella huía con su amante. Kull no comprendía por qué Tu concedía tanta importancia a estos hechos un tanto sórdidos, pero al fin y al cabo habituales.

-Sí, comprendo -dijo Kull con impaciencia-, pero ¿qué tienen que ver conmigo las aventuras de esa condesa fugitiva? ¿O qué tienen que ver con el trono de Valusia? No le echo la culpa por haber escapado de Ka-yanna. ¡Por Valka! Él no es más que un pobre y feo diablo y muestra una conducta tan abominable como la de ella. ¿Por qué importunar mis oídos con el relato de esta historia?

-No habéis terminado de comprender todas las implicaciones, mi señor -dijo el viejo consejero, con la paciencia que uno debe tener con un guerrero bárbaro que resulta ser un rey-. Procedéis de la lejana Atlantis, y todavía no os habéis familiarizado con las costumbres de la gran Valusia. Permitidme que os lo explique. Al abandonar a su prometido en los mismos cuernos del altar donde se iban a solemnizar sus nupcias, Lala-ah ha cometido la mayor de las ofensas contra las más elevadas tradiciones de Valusia. Su acción constituye un insulto para Valusia y para el rey de Valusia. Por ello, la ley real decreta que tenga que ser conducida de regreso a la Ciudad de las Maravillas, para ser sometida a juicio. Además, es una condesa y no puede casar con ningún extranjero si no es con el consentimiento del rey, pues también tenemos vigente una ley que regula el matrimonio de los nobles. Y, en este caso, no habéis otorgado vuestro consentimiento real, que, por otra parte, ni siquiera se os ha pedido. Valusia se convertirá así en objeto de escarnio en los Siete Imperios, si éstos ven que permitimos a los aventureros extranjeros llevarse a nuestras mujeres con total impunidad, y si permitimos que hasta los valusos de nacimiento noble y con título transgredan las leyes antiguas sin recibir por ello ningún castigo.

Kull se frotó la barbilla, y reflexionó acremente sobre las mil y una tareas innobles que debía emprender un rey. Ahora, debía romper el matrimonio de aquella mujer por ninguna otra razón que la existencia de una ley inscrita desde hacía muchos años, por algún balbuceante hombre de barba gris, en un pergamino seguramente ya podrido. Una ley que había que obedecer.

-En el nombre de Valka -gruñó, removiéndose inquieto sobre el poderoso trono-. Vosotros, los valusos, armáis mucho jaleo por estas cosas..., las costumbres y la tradición. De pocas cosas más he oído hablar desde que me he sentado en el trono topacio. ¡No me gusta, Tu! En mi tierra, las mujeres se casan con los hombres que ha elegido su corazón. Claro que nosotros sólo somos salvajes...

Tu asintió con una sabia expresión.

-En efecto, Kull. Pero aquí nos encontramos en un ámbito civilizado donde todos obedecemos las leyes. En vuestra tierra de Atlantis, los hombres y las mujeres se desbocan, sin verse obstaculizados por los precedentes y por la tradición. Pero aquí disponemos de una civilización. Y las civilizaciones no son otra cosa que tejidos enmarañados hechos a base de costumbres y regulaciones, mediante los que se imponen estrictos límites a la gente, para que todos podamos convivir en paz y seguridad.

-¡Seguridad! -gruñó Kull-. Me importa bien poco la seguridad que tiene que imponerse mediante leyes polvorientas. Dadme la seguridad que puede ofrecer un guerrero fuerte y bien entrenado, el denuedo de sus habilidades de combate y el borde afilado de su espada ¡Ésa es la idea que tiene Kull sobre la seguridad!

-En efecto, mi señor -dijo Tu con palabras suaves-. Si me permitís expresarlo así, ése es el concepto propio de un hombre criado en el salvajismo.

Kull lanzó una risotada.

-Cuanto más veo de lo que tú llamas civilización, tanto mejor es mi opinión sobre lo que llamas salvajismo. Pero continúa, Tu, porque me parece que todavía no has terminado de exponer tu argumentación.

-Sólo queda un argumento más, oh, mi señor –continuó Tu-. Y es el siguiente: la condesa poseía en sus venas sangre real, puesto que su madre fue prima de Borna, el rey al que vos depusisteis para apoderaros del trono de Valusia. En consecuencia, posee un cierto aunque tenue derecho a la sucesión del trono, y ese derecho puede ser aprovechado por Felnar de Farsun, si es lo bastante ambicioso para ello, como suelen ser todos los de su ralea. ¿Nos atreveremos..., os atreveréis a correr el riesgo de que un rival reclame un derecho sobre el trono de Valusia?

Una luz feroz cruzó relampagueante por los ojos felinos de Kull. ¡Eso sí que era un argumento! Se había apoderado del trono topacio y tenía toda la intención de conservarlo. Un gruñido inarticulado surgió de lo más profundo de su nudosa garganta. Tu al observar aquellas señales que tan bien conocía, sonrió suavemente para sus adentros, y añadió el toque final a su argumentación:

-Después de verse abandonado por su prometida, Ka-yanna salió a caballo, acompañado por un grupo de hombres armados. Uno de ellos espera afuera, portador de un mensaje para vos que os envía el aventurero de Farsun. Creo que deberíais oír lo que tenga que deciros, mi señor.

-En tal caso, que entre y que hable -gruñó Kull.

Tu regresó al cabo de un momento, seguido por un joven jinete cuya bolsa se veía manchada por el polvo de los caminos. El joven se inclinó humildemente, como muestra de obediencia, ante el rey guerrero de Valusia.

Kull lo miró con una expresión de ferocidad.

-¿Cómo es que traes noticias de ese tal Felnar? ¿No te has abalanzado sobre el tipo si estuviste lo bastante cerca como para intercambiar palabras con él?

-No, mi señor, yo no le he visto directamente. Pero hablé con un guardia de las fronteras de Zarfhaana, a quien este Felnar entregó un mensaje, con el ruego de que se lo repitiera a cualquier valuso que apareciera para perseguirle. El mensaje es el siguiente: «Dile al cerdo bárbaro que ha usurpado el trono sagrado de Valusia que yo lo considero un bribón, un canalla y un vil usurpador. Dile que algún día yo y mi esposa, cuyo derecho al nombre real es mucho más puro que el de él, regresaremos acompañados por mil espadas para arrojarlo del alto puesto que ahora ocupa. Cubriré el cuerpo cobarde de Kull con vestimentas de mujer, y lo pondré a cuidar de los caballos de mi carruaje, que es una tarea mucho más adecuada para su baja condicion».

Tras aquellas palabras, se produjo un tenso silencio que se extendió por toda la sala del trono, a punto de quebrarse.

Luego, la poderosa corpulencia de Kull se incorporó, y su cetro de mando se estrelló contra las losas de mármol. Permaneció un momento sin decir nada. con el rostro encendido por la furia y los ojos relampagueantes como antorchas llameantes. Finalmente, encontró la voz para emitir un rugido sin palabras que hizo retroceder, tambaleantes, a Tu y al joven jinete que se encontraban ante él, como pueden retirarse los hombres ante el rugido del tigre al que han molestado sin darse cuenta.

-¡Valka! ¡Holgar! ¡Honen y Hotath! -rugió, con la voz llena de rabia, mezclando los nombres de las divinidades, los ídolos paganos y los demonios del averno, en una blasfema proximidad que produjo un estremecimiento en Tu.

El rey blandió sus poderosos brazos y su puño de hierro descendió sobre la hoja de la mesa, con un golpe de una fuerza tan tremenda que hasta las pesadas patas se doblaron como el papel. Tu retrocedió, encogido, hacia la pared, mientras que el joven jinete, tan pálido como la leche, se tambaleó hacia atrás, en dirección a la puerta. Se había atrevido a mucho al comunicar a Kull el insultante mensaje del farsuno, y ahora temía por su vida. Pero Kull era demasiado salvaje como para identificar el insulto con quien se lo transmite, ya que sólo el monarca civilizado descarga su venganza sobre el correo por comunicarle un insulto de su amo.

Kull se arrancó las vestiduras incrustadas de piedras preciosas y las arrojó a través de la estancia. A ellas siguió la corona, que chocó con ruido metálico contra la pared más alejada, desprendiendo sus resplandecientes ópalos a causa de la furia del gesto. Tomó entonces la gran espada y se sujetó el cinto alrededor de su torso desnudo.

-¡Caballos! ¡Llamad a los asesinos rojos y ordenadles que monten y cabalguen! ¿Dónde está Brule, el picto? ¡Moveos de una vez, que sois unos lentos boquiabiertos y unos zoquetes...!

Tu salió volando del salón del trono, con la túnica ondeándole alrededor de las piernas huesudas, empujando ante él al pálido jinete.

-¡Tocad las trompetas de guerra! ¡Rápido! ¡Decidle a Brule, el asesino de la lanza, que acuda inmediatamente ante el rey, antes de que nos mate a todos!

 

 

Cuatrocientos guerreros, vestidos de pies a cabeza con adornos de color carmesí, permanecían montados en sus caballos en la amplia plaza situada ante el palacio de los reyes cuando Kull salió del edificio y caminó hacia ellos con grandes zancadas. Las espadas chocaron contra los escudos, y los caballos se levantaron sobre los cuartos traseros cuando los asesinos rojos ofrecieron al rey el saludo debido a la corona. Los penetrantes ojos de Kull recorrieron con orgullo y ferocidad las filas de sus hombres, devolviéndoles el saludo.

Eran los soldados más terribles de la Tierra, la caballería de Kull, elegida por el propio rey entre los guerreros de las montañas de Valusia, los combatientes más fuertes y vigorosos de una raza que había ido degenerando. Aquí estaban también los pictos, salvajes ágiles y desnudos, hombres de la tribu heroica de Brule, que permanecían sobre sus monturas como centauros, y que eran capaces de luchar como demonios desde los pozos escarlata del infierno.

Kull avanzó hacia su gran caballo de guerra, tomó a la medio domada bestia por el bocado y la obligó a ponerse de rodillas, en una demostración de fuerza que dejó respetuosamente boquiabiertos incluso a los más fuertes de sus guerreros. Luego, saltó sobre la silla, pertrechado con todas sus armas, e hizo levantar al caballo, que resoplaba, con un potente tirón de las riendas. Brule, el jefe de los más formidables aliados de Valusia, y amigo personal de Kull, se situó al lado de su monarca, acompañado por Kelkor, cl segundo al mando de los asesinos rojos.

-¿Hacia dónde cabalgamos, mi señor?

-¡Por Valka que cabalgaremos duro y lejos! Iremos primero a Zarfhaana. y luego más allá. hacia las tierras de la nieve. de los ardientes desiertos, o hasta las fauces escarlata del propio infierno si fuera necesario, ¡no lo sé!

El primer acceso de furia ardiente de Kull se había enfriado y endurecido, para transformarse en una rabia fría y acerada. En un rostro de bronce impasible, sus ojos relampagueaban como el acero desnudo de la espada. Brule le miró con una mueca lobuna.

-¿Qué vamos a buscar allí? -preguntó.

-El rastro de Felnar, un aventurero de Farsun que se ha ocultado, llevando consigo a una mujer valusa. Seguiremos el rastro de ese zorro fársuno hasta su guarida, y reduciremos la mitad de la tierra a polvo si es necesario para encontrarle.

Tu, que todavía temblaba de temor, había seguido a Kull hasta la plaza.

-¡Oh, mi señor! -se aventuró a exclamar con voz temblorosa-. Esto no es prudente. El emperador de Zarfhaana nunca permitirá que una fuerza así atraviese a caballo su reino. Olvidad las fútiles amenazas de ese fanfarrón ladrón de novias...

Kull lo atravesó con una mirada feroz.

-¿No fuiste tú el primero que me urgió a buscarle? ¡Pues guarda silencio ahora! Tu, dejo Valusia en tus manos hasta mi regreso. Y sólo regresaré cuando haya medido mi espada con ese farsuno, o no regresaré jamás. En cuanto a los zarfhaanos, si nos prohíben el paso cabalgaré sobre los restos de sus ciudades destruidas -fue la cruel respuesta de Kull-. En Atlantis, los hombres vengan los insultos. Y aunque ya he dejado de ser un atlante, ¡por Valka que sigo siendo un hombre!

Dirigió un gesto feroz a sus hombres, indicándoles que emprendieran la marcha hacia el este. Kelkor gritó una orden, se levantaron las trompetas, que destellaron bajo el sol y sonaron con un estruendo metálico. Los asesinos rojos se pusieron en movimiento, avanzaron como una marejada de acero y carmesí por las amplias avenidas, y salieron de la magnifica ciudad.

Las gentes miraron con curiosidad desde los balcones, los tejados y las ventanas, para contemplar a la poderosa caballería que pasaba con estruendo para hacer la guerra. Observaron a los caballos engualdrapados, que agitaban sus crines sedosas y ondulantes; oyeron el sonido de los cascos de plata que repiqueteaban sobre el empedrado como una horda de herreros fantasmales; vieron los estandartes y pendones ondeantes al aire, sujetos a las puntas de las lanzas. El sol refulgió sobre las armaduras de bronce de los guerreros. Las capas flotaban al viento, como estandartes escarlata. El recio desfile de hombres de armas descendió por la avenida, salió de la ciudad por la gran puerta oriental, y desapareció de la vista.

Y, poco a poco, las gentes de la ciudad abandonaron sus puestos de observación y volvieron a enfrascarse en sus pequeñas tareas cotidianas, como hace siempre la gente, sean cuales fueren las portentosas hazanas que realicen los reyes y los guerreros.

 

 

La noche los encontró acampados en las laderas de las montañas, más allá de Valusia. Las gentes de las montañas acudieron a ofrecerles comida y vino. Ahora que ya habían dejado bien atrás la Ciudad de las Maravillas, los orgullosos guerreros dejaron de lado los frenos que experimentaban cuando se encontraban en cualquier ciudad del mundo. y conversaron libremente con los montañeses, muchos de los cuales eran parientes suyos Entonaron viejas canciones con ellos, frente a las hogueras del campamento, y repitieron las viejas bromas.

Kull, con el semblante ceñudo y el ánimo inquieto, paseaba aparte, más allá del resplandor de las hogueras, bajo los cielos tachonados de estrellas, mientras contemplaba el místico escenario de las escarpaduras peladas y el valle florido. Las duras lineas de las laderas se veían suavizadas por el follaje y los pastos verdes, y los profundos valles parecían pozos tenebrosos bajo la luz de las estrellas, ámbitos de sombras llenos de una antigua magia y misterio. Pero la cadena de montañas se elevaba nítida y clara bajo la luna plateada.

Estas montañas de Zalgara siempre habían ejercido una gran fascinación sobre Kull. Le hacían recordar las alturas nevadas de Atlantis, que había escalado cuando era un muchacho, antes de abandonarlas para salir a la gran luz del sol del mundo, para inscribir su nombre en las estrellas y ocupar el antiguo trono.

Sin embargo, estas montañas eran diferentes. Las escarpadurras de Atlantis se elevaban, duras y adustas, brutales y terribles con su juventud, como el propio Kull. La edad todavía no había suavizado los bordes acuchillados de su fortaleza; las estrellas desnudas parecían quedar empaladas sobre sus picos, afilados como colmillos.

Las montañas de Zalgara, en cambio, eran más antiguas, más redondeadas. Se elevaban al cielo como dioses alables. Grandes árboles y arboledas poblaban risueñamente sus hombros. Sus vertientes angulosas se veían cubiertas por extensiones de hierba y prados verdes que parecían de terciopelo, como espesas vestimentas. Todo era viejo, muy viejo, pensó Kull. El paso de más de un siglo había terminado por gastar el esplendor de las cumbres afiladas del pasado, y ahora aparecían, suavizadas y hermosas por la edad, como si soñaran con viejos tiempos y con antiguos reyes cuyos pies habían hollado su césped.

El recuerdo del insulto de aquel fantarrón volvió a apoderarse de él como una oleada roja, apartando sus pensamientos melancólicos y volviendo a encender la furia con el recuerdo. Kull echó hacia atrás sus anchos hombros y observó el ojo sereno de la luna.

-¡Que Valka y Hotath condenen mi espíritu al fuego eterno si no logro descargar mi venganza sobre ese farsuno! -rugió.

Y el viento de la noche susurró entre los árboles como si se

burlara de su juramento.

 

 

El amanecer escarlata pareció explotar como una conflagración sobre las montañas de Zalgara cuando ya Kull se hallaba sobre su caballo, al frente de su caballería. Los destellos del amanecer arrancaron llamaradas de las puntas de las lanzas, de los cascos y escudos, a medida que la columna de los asesinos rojos se desplazaba como una serpiente escarlata y acerada entre los valles verdes y las ondulantes colinas, cubiertas por las perlas del rocío.

-Cabalgamos hacia el sol naciente -comentó Kelkor.

-En efecto -asintió Brule con un encogimiento de hombros-, y algunos de nosotros cabalgaremos más allá.

Ahora fue Kelkor quien se encogió de hombros.

-Será lo que tenga que ser. Ése es el destino del guerrero.

Kull observó todo esto desde la máscara de bronce que era su rostro, en la que únicamente los ojos parecían estar con vida. Miró a Kelkor pensativamente. la costumbre decretaba que el comandante de la hueste fuera de sangre valusa, y Kelkor... era lemur. Su destreza en la guerra, su valentía en el combate y su sabiduría en el consejo habían hecho destacar a este guerrero de entre las filas desconocidas de mercenarios, hasta ocupar el segundo puesto en el mando de las huestes de Valusia. Sólo ese detalle de nacimiento le impedía alcanzar el más alto rango.

Recto como una lanza, Kelkor cabalgaba con porte inflexible, tan erguido como una estatua de acero. Hombre de ánimo feroz, que se veía poseído de una gran furia cuando se enfrentaba al enemigo, Kelkor mostraba una helada serenidad en otras ocasiones. El control absoluto que ejercía sobre sí mismo le señalaba como alguien nacido para mandar a los demás. Kull maldijo una vez más esta ciega aceptación de las costumbres regias que gobernaban en Valusia con un poder que sobrepasaba incluso a la voluntad del propio rey.

El amanecer del día siguiente les sorprendió cuando descendían por las laderas de las montañas, hacia el amarillento misterio del desierto de Camoonia. Durante el resto del día, cabalgaron a través de aquella terrible y vasta extensión de matices azafranados, donde no crecía un solo árbol, matojo u hoja de hierba, y donde no se veían más que las eternas y ondulantes arenas amarillentas, que se elevaban y descendían en las dunas.

Al mediodía, cuando el sol estaba en lo más alto, acamparon brevemente para protegerse de su firmeza. El calor era intolerable, y caía ardiente desde el cuenco de latón en que parecía haberse convertido el cielo. Continuaron la marcha a través de oleadas de luz desgarradora. Ni una sola gota de agua humedecía la soledad salina. Ningún ave rcvoloteaba bajo las bóvedas ardientes del cielo. Ningún sonido interrumpía el gemido del viento, perpetuamente caliente, salvo el crujido de los cueros, el entrechocar de los aceros, el rumor de la arena al ser desplazada por los cascos de los caballos, que avanzaban fatigosamente. Hasta el propio Brule parecía debilitarse bajo aquel calor ígneo; se desató el peto defensivo y lo colgó de uno de los caballos que acarreaban la impedimenta. Kelkor, sin embargo, continuó su avance impertérrito, erguido bajo la carga de la armadura completa, aparentemente incólume bajo el calor ardiente del día. Ni siquiera una pequeña gota de sudor humedecía su correoso rostro.

-Es como el acero más puro -murmuró Kull, admirado.

Entregado él mismo a la ciega rabia, envidiaba el control de hierro que ejercía el lemur sobre sí mismo.

Dos días de un viaje agotador y chamuscante les permitió salir de las arenas de Camoonia y llegar a las bajas colinas verdes que marcaban los limites de Zarfhaana. Aquí, se detuvieron ante dos guardias zarfhaanos, y Kull se adelantó para parlamentar con estos centinelas.

-Soy Kull, rey de Valusia -dijo bruscamente-. Seguimos el rastro de Felnar, un secuestrador de mujeres. No intentéis detenerme ni impedírmelo. Yo seré responsable ante vuestro emperador.

Los dos centinelas se hicieron a un lado, y saludaron a la hueste armada. Una vez que ésta hubo desaparecido en la distancia, uno de ellos se volvió hacia el otro con una mueca burlona.

-¡Te he ganado la apuesta! El propio rey de Valusia le sigue el rastro a Felnar.

-Así es -asintió el otro-. Estos bárbaros son muy ardientes en cuestiones de honor, siempre ávidos por vengar sus agravios. ¡Por todos los dioses!, si hubiera sido un verdadero valuso, habrías perdido la apuesta.

 

 

El retumbar de las monturas de los jinetes de Kull arrancó ecos en los valles de Zarfhaana. Se detuvieron para enviar un mensaje al emperador zarfhaano y asegurarle sus propósitos pacíficos, y fue aquí donde alcanzaron a Ka-yanna, el vengativo y traicionado novio. Mientras se detuvieron brevemente para conferenciar, se extendió por todas partes la notida de que el rey de Valusia cabalgaba hacia el sol naciente. Los pacíficos habitantes de las aldeas acudieron en tropel para ver a los poderosos valusos.

-De modo que según tus informes, el secuestrador nos lleva muchos días de ventaja -musitó Kull con expresión ceñuda-. Tenemos que seguirle la pista de cerca. No vale la pena interrogar a estos campesinos, pues Felnar los habrá sobornado con mucho oro para que nos den pistas falsas y nos mientan.

Ka-yanna torció sus delgados labios en una sonrisa maliciosa.

-Permitidme que sea yo quien les interrogue, mi señor. Les arrancaré la verdad del mismo modo que se saca el agua de un paño retorcido.

Kull ni siquiera se tomó la molestia de ocultar su desprecio.

-¿Mediante la tortura? Mantenemos relaciones amistosas con los zarffhaanos. Su señor nos permite el paso pacífico por sus dominios; cabe esperar que sería demasiado hacerle tragar la tortura a sus campesinos.

-¿Qué le importa al emperador unos pocos aldeanos maltratados?

Kull lo apartó a un lado, impaciente.

-Ya basta. Kelkor..., veamos ese mapa.

Se inclinaron sobre el pergamino donde aquellas tierras aparecían dibujadas con tintas de color azul, carmesí y verde.

-No es muy probable que se haya aventurado hacia el norte -reflexionó Kull en voz baja-, ya que en esa dirección, y más allá de Zarfhaana, sólo está el mar, infestado de bribones y piratas.

-Tampoco hacia el sur -observó Kelkor con firmeza-, porque allí se encuentra Thurania, enemiga hereditaria de su nación.

-En mi opinión -dijo Brule tras reflexionar un momento-, continuará hacia el este, tal y como ha venido haciendo hasta ahora. Eso significa que cruzará la frontera oriental de Zarfhaana en algún punto situado cerca de la ciudad fronteriza de Talunia, para entrar en las zonas desérticas de Grondar. Entonces, probablemente se dirigirá hacia el sur, en busca de un camino abierto que le conduzca a su propio país, Farsun, que se encuentra al oeste de Valusia. Se abrirá paso a través de los pequeños principados situados al sur de Thurania. No puede ir a ninguna otra parte.

-En efecto -asintió Kull, mostrándose de acuerdo-. Pero aquí hay algo extraño. Si su objetivo consistió desde el principio en llegar a Farsun, ¿por qué dirigirse hacia el este, en la dirección opuesta?

-Probablemente, señor, porque en estos tiempos inciertos todas las fronteras de Valusia se hallan cerradas, a excepción de la oriental. Jamás habría podido cruzar los caminos estrechamente vigilados sin disponer de un salvoconducto del rey. Y mucho menos habría podido hacer pasar a la condesa al otro lado de las fronteras.

Así pues, continuaron cabalgando hacia el este durante largos y fatigosos días. Las afables gentes del campo festejaban su llegada cada vez que se detenían, ofreciéndoles gran cantidad de alimentos zarfhaanos, y rechazando el pago que se les ofrecía por ellos. Era un territorio suave y lánguido, pensó Kull, tan impotente como una muchacha de ojos muy abiertos que contemplara la llegada de un conquistador despiadado.

Los cascos de los caballos arrancaban una música acerada que se extendía sobre los valles de ensueño y los bosques verdeantes. Kull conducía a los asesinos rojos con dureza, y les ofrecía apenas un mínimo de merecido descanso. Pues justo delante de él, como un fantasma burlón, aleteaba el rostro elusivo de Felnar. El corazón de Kull ardía con el placer de hierro al rojo de la venganza, con el odio implacable del salvaje ante el que ceden todos los demás deseos.

Al amanecer llegaron a la ciudad fronteriza de Talunia. La hueste estableció su campamento en la linde del bosque, y Kull entró en la ciudad, acompañado únicamente por Brule. Las puertas se abrieron a la vista de la enseña real de valusia y el símbolo del paso libre que le había enviado el propio emperador de Zarfhaana, compuesto por un sello dorado en el que se veía a un grifo de aspecto feroz, con un león en su pico ganchudo.

-Te saludo -dijo Kull llevando a un lado al comandante de la guardia de las puertas de Talunia-. ¿Está en la ciudad un tal Felnar de Farsun, y Lala-ah de Valusia? Deberían haber llegado, procedentes del oeste, hace unos tres días.

El comandante asintió con un gesto.

-En efecto. Entraron hace unos días por esta misma puerta, pero no sabría deciros si han abandonado la ciudad o no.

Kull depositó en su mano un brazalete de piedras preciosas que se quitó de su propio antebrazo.

-Escúchame entonces, y atiende a lo que te digo: no soy más que un noble valuso errante, acompañado por un esclavo picto. Nadie necesita saber más que eso, ¿entendido?

El soldado miró con avidez el valioso brazalete y se lo guardó.

-Desde luego, mi señor. Pero ¿qué decir de vuestros guerreros, acampados junto al bosque?

-Su campamento no puede verse desde la ciudad, puesto que un brazo del bosque se interpone. Ese brazalete también pagará tu desconocimiento sobre la presencia de mi hueste armada, ¿de acuerdo?

-¡En el nombre de Valka! Soy un soldado de Zarfhaana, mi señor. ¿Cómo puedo ser tan falso ante mi emperador y su virrey, que.gobierna la ciudad, y fingir ignorancia ante la presencia de un ejército extranjero? No creo que tengáis planeada ninguna traición, pero aun así...

En los ojos de Kull apareció una llamarada gris.

-El propio sigilo del emperador te obliga a obedecer. Mantén la boca cerrada, y todo saldrá bien. Sólo busco a un traidor de Valusia, y no pretendo causar el menor daño a Zarfhaana.

De mala gana, el comandante de la puerta obedeció y Kull y su camarada picto entraron en la ciudad. Ya se observaba una gran agitación en el bazar, a pesar de que los brillantes estandartes del amanecer todavía no se habían desplegado por el cielo. La estatura gigantesca de Kull y la desnudez broncínea de Brule atrajeron las miradas de los curiosos, pero aquélla era una reacción muy natural. Kull se había echado una capa polvorienta sobre su armadura real, y confiaba de ese modo en no despertar comentarios indebidos.

Encontraron una pequeña taberna y se sentaron ante una mesa, cómodamente instalados en el local de techo bajo para beber cerveza ante la chimenea encendida, atentos para ver si podían enterarse de alguna noticia de lo que andaban buscando. Kull ya había estado en la sociedad civilizada el tiempo suficiente para saber que puede conseguirse más información en una taberna que en la cámara del espía jefe de un rey.

Bebieron, e invitaron a otros a un trago de vino, y así transcurrió el largo día, pero no llegó a sus oídos una sola palabra sobre la pareja de fugitivos, a pesar de todas las preguntas que hicieron. Si Felnar de Farsun y la condesa de Vanara se hallaban todavía en la ciudad, desde luego ocultaban muy bien su presencia. A Kull le había parecido que la presencia de un galante petimetre y una hermosa heredera de sangre real habría sido suficiente para desatar las lenguas de uno a otro extremo de la ciudad, pero no fue ése el caso. ¿Se equivocaba entonces en sus conjeturas? ¿había continuado la pareja su huida, en lugar de quedarse allí a descansar?

 

 

La noche ya caía, envolviendo las calles en colores purpúreos, cuando Brule y su señor abandonaron la taberna para buscar la información en las calles. Las estrechas vías de la vieja ciudad aparecían abarrotadas por una multitud de juerguistas nocturnos. Las antorchas y las linternas refulgían y resistían los soplidos del viento nocturno.

De pronto, Brule sujetó un brazo de Kull con su dura mano e indicó con un gesto hacia la izquierda, donde se abría la boca oscura de un callejón. Dentro del callejón estaba de pie una figura encogida que les hacía señas con una mano, similar a una garra. Tras intercambiar una rápida mirada y soltar las dagas en sus vainas, se encaminaron hacia el oscuro callejón.

Se trataba de una vieja arrugada, de ojos legañosos, encorvada por la edad y envuelta en un manto raído y sucio que le caía de los hombros inclinados.

-Kull..., Kull..., ¿qué buscáis en las calles tortuosas de Talunia?  preguntó con una voz susurrante y aguda.

Los dedos de Kull se cerraron con fuerza sobre la empuñadura de su daga.

-¿Cómo sabes mi nombre, vieja madre? -preguntó.

La anciana emitió una risa aguda.

-En el mercado hay muchos ojos que ven, y muchas lenguas que susurran, y aunque bien es verdad que soy vieja, tengo buenos oídos.

Brule lanzó un juramento apenas contenido y sujetó a la vie ja por el brazo.

-También tienes un cuello que se puede rebanar, a menos  que nos digas lo que queremos saber, vieja bruja.

La anciana no prestó la menor atención a la amenaza Sus pequeños ojos legañosos le miraron astutamente desde las oscuras sombras.

-Esta. bien, Kull, puedo conduciros ante quienes buscáis, pero... ¿tenéis oro?

-Lo suficiente como para que lleves una vida llena de comodidades -contestó el rey.

-¡Bien! ¡Eso está muy bien! Ya es lo bastante duro ser vieja como para encima ser pobre. Escuchadme bien. Los dos que buscáis saben que estáis rondando por aquí. En estos momentos se preparan para huir en cuanto haya oscurecido lo suficiente. Se ocultan en una cierta casa, y pronto, muy pronto, se marcharán...

-¿Cómo? -preguntó Brule con recelo-. ¡Las puertas de Talunia se cierran a la puesta del sol!

-Sí, en efecto, pero unos caballos les esperan apostados junto a un postigo de la puerta oriental. La guardia ha sido sobornada... Ah, el joven Felnar cuenta con muchos amigos en la ciudad de Talunia.

-¿Dónde está esa casa? -quiso saber Kull.

La anciana extendió hacia él la palma de una mano sucia.

-Dadme una prueba de vuestra buena voluntad, señor. Dejadme ver el color de vuestro oro. -Kull colocó un grueso dis co de oro en la mano nudosa. La anciana se lo acercó a los ojos, lo mordió y pareció sentirse satisfecha. Se echó a reír agudamen te y se desplazó hacia atrás y hacia adelante, en una grotesca parodia de una reverencia-. Por aquí Seguidme por aquí...

Caminó cojeante por el oscuro callejón, seguida de cerca por Kull y el picto, que avanzaban con aspeao ceñudo, muy conscientes de que la más vil de las traiciones podía esperarles oculta en aquellas guaridas y recovecos. Siguieron su figura inclinada, que se desplazaba arrastrando los pies, y pasaron de una calleja polvorienta a otra, junto a pordioseros pedigüeños y quejosos, que miraban sus figuras robustas y les dirigían sonrisas afectadas.

Finalmente, se detuvieron en la zona más pobre de la ciudad, ante una enorme casa oscura de ventanas cerradas y fantasmales paredes negras. La vieja les susurró, con un hálito fétido de su respiración, que Felnar y la condesa se habían alojado en una estancia, situada en lo alto de la escalera. Kull asintió con un gesto hosco, mientras los pensamientos cruzaban aceleradamente por su mente.

-Brule, sigue a esta mujer hasta el lugar donde esperan los caballos. Conozco ese postigo; lo he visto cuando reconocimos las murallas. Yo entraré ahí.

-Pero Kull -protestó Brule-, ¡no podéis entrar solo en ese lugar negro! Pensadio bien, puede ser una emboscada.

-Haz lo que te digo, y espérame sin perder de vista los caballos. Me reuniré contigo allí Felnar se me podría escapar. Tú estarás vigilante para atraparle si aparece antes de que yo lo encuentre.

-¿Y mi oro? ¿Dónde está mi oro? -lloriqueó la vieja.

Kull la miró con ferocidad.

-Lo recibirás cuando esté seguro de que me has conducido a la guarida de Felnar. Y ahora, vete con Brule.

En cuanto se hubieron fundido con las sombras, Kull entró en la casa negra, tratando de penetrar la oscuridad con sus lobunos ojos grises, de percibir el menor rastro de luz. Con la daga en la mano, preparada, ascendió con cautela por la crujiente y vieja escalera. A pesar de su vasto corpachón, Kull se movió tan rápida y silenciosamente como un leopardo que estuviera de caza, un truco aprendido de los tiempos en que, siendo muchacho, cazaba en los bosques de Atlantis.

Aunque el vigilante que estaba sentado en el rellano de la escalera hubiera estado despierto, cabe dudar que hubiera podido oír a Kull acercarse. Tal y como sucedieron las cosas, sólo despertó cuando una mano de hierro se cerró sobre su boca, para caer de inmediato en un sueño mucho más profundo, después de que la pesada empuñadura de la daga se estrellara contra su sien.

Kull se inclinó por un momento sobre el vigilante inconsciente, con el oído atento, tratando de percibir un atisbo de movimiento en el silencio. Un silencio que parecía dominarlo todo. Se acercó a la puerta de la cámara que la vieja le había indicado. ¡Allí dentro había alguien! A sus oídos tensos llegó el susurro de unas débiles palabras, el crujido de las tablas del suelo.

Entonces, con un rápido salto felino, Kull derribó la puerta de un solo empellón y se encontró en el interior de la estancia que había al otro lado. Sólo se detuvo un instante, para sopesar rápidamente las posibilidades. Por lo que sabía o le importaba, le daba igual que hubiera estado esperando su llegada un puñado de asesinos armados.

La habitación estaba tan oscura como un pozo, a excepción del trazo plateado de la luna sobre el suelo y de la ventana abierta. Dos figuras negras se recortaban sobre el rectángulo blanco de la ventana. ¡Se disponían a escapar! Bajo el frío resplandor de la luna plateada captó la visión fugaz de unos ojos negros en el rostro hermoso de una mujer, y el rostro sonriente de un hombre oscuramente atractivo.

Un rugido de furia bestial se escapó de sus labios al tiempo que cruzaba de un solo salto la habitación vacía y llegaba ante la ventana, donde sólo encontró la cuerda por la que habían descendido aquellos dos.

Una vez que se encontró en el callejón situado tras la casa. todavía pudo ver a las dos figuras confundirse con las sombras del laberinto de callejas. Echó a correr tras ellos, pero el pasar de la brillante luz de la luna a la más penetrante oscuridad confundió su visión, y una risa burlona quedó flotando en el aire y llegó hasta él, mientras que otra risotada, ésta a pleno pulmón, parecía expresar la diversión de un hombre. No perdió el tiempo en seguirles la pista a través del laberinto de callejas tortuosas, sino que echó a correr directamente hacia el postigo donde debían de estar esperándoles los caballos.

Y encontró los caballos allí, en efecto, y también a Brule y a la vieja, pero ni el menor rastro de los dos fugitivos burlones. Kull maldijo como un loco. Felnar,. aquel bribón traicionero que se movía furtivamente, había sabido engañarle. Ahora se daba cuenta de que la presencia de los caballos no era más que un señuelo. La pareja había escapado por alguna otra ruta. En tal caso, quizá pudiera atraparles todavía.

-¡Rápido! -exclamó montando de un salto sobre uno de los caballos de Felnar-. Ve al campamento y alerta a los asesinos rojos. ¡Yo seguiré el rastro de Felnar! ¡Seguidme después con todos los hombres!

Y, tras arrojar una abultada bolsa hacia la vieja. se perdió al galope, envuelto por las sombras de la noche.

 

 

Kull cabalgó durante toda la noche como un demonio, esforzándose por acortar los preciosos momentos que Felnar y la condesa le habían ganado. Su rastro conducía hacia el este, en dirección a Grondar, tal y como había predicho Brule. Se mantenía muy inclinado sobre el cuello del animal, cuyas crines al viento le azotaban el rostro, y le hincaba las espuelas en los flancos. ¡Hacia el este, a Grondar, el Reino de las Sombras!

Las estrellas empezaban a palidecer en el oeste, y el amanecer surgió por los cielos orientales cuando el jadeante corcel de Kull ascendió las estribaciones de las montañas orientales y se detuvo al llegar a lo alto, donde el gran paso hendía las montañas como una raja gigantesca, como el corte hecho por una magnifica cimitarra de los dioses. El farsuno y la mujer tenían que haber seguido este camino, pues no había otro paso que atravesara esta muralla de escarpaduras que se extendía a lo largo de mil millas, formando así una frontera natural entre Zarfhaana y Grondar. Obligó a su fatigado caballo a dirigirse hacia la parte más alta del paso, y se quedó a descansar allí, con las manos apoyadas sobre los cuernos de la silla, oteando el horizonte.

Allí estaba Grondar, una extensión envuelta en un crepúsculo purpúreo, a la espera del amanecer que ya perlaba el honzonte. Formaba el reino más oriental de los Siete Imperios, la última fortaleza de la humanidad, y más allá no había nada, excepto el más vacío de los desiertos, que se extendía hasta los mismos confines del mundo. Seguramente, muy pronto se enfrentaría con el farsuno, ¡espada contra espada! Porque Felnar no podía seguir cabalgando mucho más hacia el este.

Más allá de la pendiente, allá abajo, Kull vigilaba el camino. Las escarpaduras caían a pico sobre la vasta planicie, formada por millas y millas de terrible sabana, donde la hierba corta se inclinaba a impulsos del viento. Y allí..., aquel punto que se alejaba por el camino... ¡Felnar!

Se lanzó hacia adelante, bajando hacia el paso, por entre los riscos, dirigiéndose hacia las brumosas planicies de Grondar. No tenía tiempo que perder, no podía esperar a que le alcanzaran Brule, Kelkor y los asesinos rojos. Los dos que buscaba sólo le llevaban una ligera ventaja. Cierto que su caballo estaba agotado, pero el de Felnar debía de estar tan fatigado como el suyo y mucho más, puesto que llevaba una doble carga.

El paso se hallaba protegido por una solitaria torre de vigilancia en la que dos zarfhaanos montaban la guardia. Le saludaron y le gritaron mientras él pasaba a uña de caballo, pero no se molestó en responder y los dos hombres no le siguieron. Salieron de la torre, con expresiones de sueño, y se quedaron mirándole alejarse por el camino blanco, dejando una nubecilla de polvo tras los cascos del caballo. El sol apareció sobre el horizonte misterioso del este más lejano, como una bola de fuego rojo. La neblina que cubría el terreno de hierba pareció captar aquel fuego y adquirió una tonalidad carmesí, sobre la que cabalgó Kull, como una figura negra, jinete y caballo confundidos en uno solo, como una estatua de basalto negro que contrastara con las puertas del amanecer.

-Ahí va otro -comentó lacónicamente uno de los guardias.

-Sí - asintió apagadamente su compañero.

-Cabalga hacia el sol naciente. ¡Estúpido!

-Así es -repitió el otro emitiendo una risa baja.

-Cabalgan hacia el sol naciente, ¿y quién ha regresado nunca de ahí? En todos los años que llevamos aquí de vigilancia, ¿quién ha vuelto por ahí?

-Ninguno.

 

 

Brule y la hueste de hombres armados alcanzaron a Kull a media mañana. Se había detenido y estaba de pie, esperándoles, con una expresión ceñuda en el rostro, cubierto de pies a cabeza por el polvo del camino, junto al cadáver del caballo.

-Estuve a punto de alcanzarle -gruñó Kull al tiempo que montaba sobre uno de los caballos de los asesinos rojos-. Pero se volvió en la silla y disparé una flecha, que alcanzó al caballo. ¡Maldita suerte! Pero sigue avanzando hacia el este, siempre hacia el este.

Los hombres continuaron su avance a través de la planicie ondulante por la hierba. Se desplegaron en un amplio frente, con la mirada atenta para descubrir cualquier signo que les indicara la presencia de los dos que perseguían. Ahora, Kull sospechaba que Felnar y la condesa intentarían desviarse en cualquier momento hacia el sur, pues nadie podía querer seguir penetrando más profundamente en Grondar, el Reino de las Sombras, cubierto de leyendas. Así, cabalgaron en formación abierta, mientras los pictos de Brule se desplegaban ampliamente, como lobos en descubierta, hacia el norte y el sur.

Pero las huellas del caballo de Felnar seguían alejándose hacia el este, y se dirigían directamente hacia el sol naciente.

Empezaron a sentirse inquietos en este terreno misterioso. Los hombres se susurraban extraños rumores sobre Grondar, en el extremo del mundo. Los viajeros nunca llegaban hasta aquí, pues Grondar era un territorio misterioso y los hombres que lo habitaban, si es que eran realmente hombres y no formas oscuras disfrazadas de hombres, tenían muy poco o nada que ver con las tierras occidentales. Kull ni siquiera se molestó en enviarle un mensaje al rey de Grondar para solicitar paso libre, como había hecho en Zarfhaana, pues corría el oscuro rumor de que Grondar no tenía rey, sino que, según decían los hombres, era gobernado por los hechiceros, mientras que otros aseguraban que eran los demonios quienes gobernaban allí Cualquier territorio que se encontrara tan cerca del fin del mundo bien podía ser gobernado por cosas que habitaran... más allá.

Cabalgaron sin descanso ni pausa durante toda la mañana, hasta que los caballos quedaron exhaustos. Sus pesados flancos estaban cubiertos de sudor, y la espuma brotaba de sus mandíbulas abiertas, mientras que los ojos rodaban en blanco en sus órbitas. Pero eran caballos de guerra de Valusia, descendientes de linajes nobles que habían sido criados y cruzados durante mil años, y continuaron la marcha.

A Kull empezaba a resultarle un verdadero misterio comprender cómo podía Felnar mantener su estrecha ventaja, montado como iba en un solo caballo. Empezó a sospechar cosas extrañas, cosas oscuras. Quizá este misterioso territorio de Grondar le estaba afectando los nervios, ya bastante tensos, y toda esta desolación fantasmal e infinita llanura brumosa arrojaba un hechizo sobre su mente. Pero lo cierto fue que empezó a sospechar un acto de brujería.

 

 

Los vieron hacia el mediodía del segundo día. Formaban una oscura banda de hombres, montados en ponies negros y esqueléticos. Permanecían mortalmente silenciosos, como a la espera de que se acercaran los valusos. Kull ladró tensas órdenes a sus agotados hombres, exigiéndoles cautela y valor.

Cabalgaron hacia donde esperaban los grondaros, con Kull al frente y Kelkor y Brule a cada lado. Luego, hizo una señal a sus hombres para que se detuvieran y los tres se destacaron de entre el grupo, dirigiéndose hacia la línea que formaban los grondaros. Kull los estudió con ojos entrecerrados. Eran hombres extraños y silenciosos, que formaban una hueste de unos cuatrocientos, de aspecto guerrero a juzgar por su apariencia, con rostros morenos y enjutos y cabellos negros y enmarañados que oscilaban al viento. Hombres silenciosos y feroces, ágiles y duros, toscamente vestidos en brillante cuero negro, con relucientes espadas que despedían destellos bajo la luz cenital, hasta el punto de causar daño a la vista sólo de mirarlos. Hombres oscuros y silenciosos, de ojos amarillos y escudos de piel de búfalo, donde mostraban, pintados. toscos símbolos de terribles rostros demoniacos y monstruos como ninguno de los que hubieran oído hablar, ni siquiera en las fábulas más crueles, o en los mitos más negros transmitidos en voz baja.

El jefe de aquellos hombres era un anciano; los años pesaban mucho sobre él, y la barba y la cabellera flotante al viento era gris, como la piedra gastada por el paso del tiempo.

-Extranjeros, ¿qué hacéis en estas tierras? -preguntó con un tono de voz bajo y pesado, como una tormenta distante percibida en un día caluroso.

-Perseguimos a unos fugitivos de la justicia que huyeron de nuestra nación -contestó Kull con un tono de voz uniforme.

Los ojos fríos y amarillos del anciano le miraron con una extraña expresión de burla.

-¿La justicia? ¿Hablas de justicia, extranjero? He oído pronunciar esa palabra antes de ahora, pero aquí, en Grondar, en los confines del mundo, hablamos poco de justicia. Preferimos hablar de la voluntad de los dioses, o de los demonios de la oscuridad, según cuál sea la voluntad más fuerte.

-Que sea así -asintió Kull con una voz sin inflexión alguna-, pero queremos continuar nuestro camino. No tenemos ninguna disputa pendiente con Grondar o con sus dioses. Sólo buscamos a los dos que siguen cabalgando hacia el este.

Los ojos amarillos del anciano flamearon en su rostro gastado y correoso.

-¿Hacia el este has dicho, extranjero? ¿Cabalgas hacia el este?

-Sí, hasta que hayamos alcanzado a los dos que perseguimos -dijo Kull.

Y se preguntó por qué razón sus palabras arrancaron risas entre los enjutos y silenciosos hombres de Grondar. El anciano jefe también se echó a reír, con una estridente risotada salvaje, como de loco, llena de una fría crueldad y burla, terrible de oír, procedente de unos labios humanos.

-En tal caso, continúa tu camino, extranjero. Sigue cabalgando..., ¿hacia el este, has dicho? Si, continúa, y que al final de tu viaje se cumpla la voluntad de los dioses, o la de los demonios de la gran oscuridad..., según la que sea más fuerte.

La risa estridente y fría del anciano siguió a Kull cuando regresó para reunirse con sus tropas. Cabalgaron en silencio, pasaron ante las huestes de Grondar y se perdieron entre las brumas mediodía, después de que el viejo les dirigiera un último grito burlón:

-¡Cabalgad, estúpidos, cabalgad! Porque quienes cabalgan más allá del sol naciente... no regresan jamás.

Continuaron avanzando en silencio durante toda la tarde, a través de la susurrante hierba, y ya no volvieron a ver a los grondaros. Era como si se los hubieran tragado las brumas y las hierbas, o el eco de los silencios del Reino de las Sombras.

 

 

 Hacia el amanecer del siguiente día llegaron ante un gran río que atravesaba la oscura llanura como un enorme foso que rodeara un castillo de los dioses. Era una vasta extensión de agua pálida, que se deslizaba lentamente, y de la que brotaba una neblina baja, mientras el rojo sol naciente se reflejaba en las ondulantes aguas hasta hacerlo parecer casi un río de lava ardiente. Allí se detuvieron. No podían continuar. Y sin embargo, el rastro del farsuno se perdía directamente en la orilla de crecidos juncos.

Entonces, de entre el sol naciente, surgió una deslizante balsa plana que cruzaba las aguas de oscuro color carmesí, dirigida por un viejo. Era viejo, sí, pero poseía una poderosa estructura y era incluso más corpulento que el propio Kull. Demostraba tener una trasnochada fortaleza, como las ruinas de un castillo real que el paso del tiempo hubiera desgastado, sin llegar a derribar del todo. No era grondaro, pues su rostro, aunque enjuto, era pálido, y sus ojos, por debajo de unas pobladas cejas blancas, no eran sesgados y amarillentos como los hombres oscuros de Grondar, sino que formaban grandes y luminosas órbitas en las que brillaba una extraña sabiduría.

-Extranjeros, ¿queréis cruzar las aguas hacia lo que hay en la otra orilla? -preguntó con voz profunda y serena.

-Sí, eso queremos hacer -contestó Kull.

-Entonces venid, rey, pues percibo que sois regio y poderoso, según miden los mortales el poder y la realeza. Venid..., pero solo, porque mi balsa sólo puede transportar a uno hacia el sol naciente.

Kull observó con atención al viejo de la balsa.

-¿Qué hay más allá del sol naciente, anciano? ¿Una ciudad?

-No, aquellos que pasan las aguas del Stagus dejan las ciudades atrás. Ningún hombre sabe lo que hay más allá, pues esto es el fin de Grondar, la parte oriental más extrema de todos los territorios humanos, y el confín de los Siete Imperios. Más allá del río no hay otra cosa que el extremo del mundo, los límites de la tierra.

Un murmullo recorrió las filas de los asesinos rojos ante estas ominosas palabras. Brule lanzó un juramento, y le rogó a Kull que se quedaran allí, para regresar y dejar que el farsuno y la mujer corrieran el oscuro destino que sin duda les estaba reservado más allá del sol naciente. Pero Kull se mostró inexorable.

-Si he llegado hasta tan lejos, terminaré la búsqueda -dijo Kull.

-Vamos entonces -dijo el viejo de la balsa, y sus grandes ojos grises brillaron con una extraña luz.

Kull subió a la balsa, y el viejo, ayudándose con una vara, apartó la balsa de la orilla, donde se quedaron los guerreros valusos, envueltos en el silencio. Flotaron sobre las anchas aguas carmesíes del Stagus, y las brumas del amanecer no tardaron en ocultar la orilla que habían dejado atrás. Kull observó con recelo la figura mística del anciano.

-¿Quién eres, anciano, dedicado a transportar a los viajeros hasta los confines del mundo?

El hombre le sonrió a través de los jirones de niebla, y su voz sonó como el trueno distante en las colinas.

-Soy de la raza antigua, la que gobernó este continente de Thuria antes de que existiera Valusia, el Reino de las Sombras de Grondar, o cualquier otro de los reinos que conocéis -contestó con naturalidad.

Kull experimentó un escalofrío de respeto y admiración, porque Valusia era tan antigua como el tiempo; Valusia ya era antigua cuando los picos de Atlantis y de la vieja Mu no eran más que islas perdidas en el mar. Un estremecimiento de una emoción más fuerte que el respeto recorrió la poderosa estructura de Kull, pues sabía que pueblos oscuros y terribles habían gobernado Valusia en los tiempos oscuros, antes de que los hombres mortales llegaran a aquellas tierras. Entre aquellos pueblos se encontraban los terribles hombres serpiente, que en realidad no eran hombres sino cosas demoniacas que se disfrazaban de humanos; aquellos seres habían sido expulsados de Valusia cuando el reino cayó en sus manos, pero, por lo que sabía, continuaban viviendo y habitando en rincones ocultos repartidos por los Siete Imperios.

El viejo de la balsa adivinó sus pensamientos y le sonrió.

-No, rey de los hombres, yo no soy uno de esos sirvientes de la serpiente. Ellos también llegaron después de que gobernara la raza antigua. La tierra era nuestra desde hacia mucho más tiempo, aunque ahora nos hemos alejado de ella para regresar a aquel reino legendario del que procedíamos, hacia el este, más allá del sol naciente. Fue precisamente desde el este, ¿sabéis?, desde donde surgió el primer amanecer del tiempo, creado por el gran Ka, el ave de la creación, para que se extendiera por las tierras de los hombres. Nosotros vimos volar a Ka, con sus alas de ébano ensombreciendo las estrellas del amanecer del tiemoo, y volveremos a ver su regreso por el este, con el sol poniente del tiempo, cuando terminen todas las cosas.

 

 

Más allá de las aguas carmesíes del Stagus el terreno se extendía plano y terrible, como las llanuras del infierno. Kull echó a caminar por entre los jirones de niebla, y dejó atrás la figura inmóvil del anciano de la balsa, que se quedó allí de pie, alto y terrible, mirándole con ojos luminosos en los que alumbraba una sabiduría sin límites, como un sueño de los tiempos antiguos.

El terreno desierto se elevaba lentamente y formaba suaves colinas. El amanecer relumbraba sobre la cabeza, pero este territorio misterioso, situado más allá del río, se hallaba cubierto por las nieblas y el rey ni siquiera podía ver el cielo que se elevaba sobre él. Continuó su marcha implacablemente.

Y allí estaban, esperándole, sobre la cresta de una colina. Ya no huyeron más al verle llegar, sino que permanecieron allí de pie, en silencio, la mujer y su amante. Kull experimenté una sensación de irrealidad. Tenía la impresión de haber pasado eras enteras buscando a aquellos dos fugitivos, y de que ellos siempre habían logrado escapar antes de su llegada. Ahora, en cambio, se quedaban allí, esperándole, y una espada relucía en la mano derecha de Felnar.

Kull se acercó a ellos y les miró por entre la niebla, que se arremolinaba a su alrededor. La rabia y la alegría hinchaban su corazón y espesaban su garganta.

- ¡Por fin, perro de Farsun! ¡Ahora ya no huyes!

-En efecto, Kull -dijo el hombre de rostro delgado y moreno al tiempo que lanzaba una risotada que hizo hormiguear la espina dorsal de Kull con una sospecha, como si unos dedos helados la recorrieran-. La huida ha terminado, lo mismo que la búsqueda. ¡Esta mascarada ha concluido!

Su voz se elevó como un grito de triunfo y su espada, al levantarla, relampagueó con un terrible brillo de llamarada verde, como si se tratara de una antorcha encantada. Bajo la misteriosa luz esmeralda, Kull pudo ver bien a la mujer... justo en el momento en que se desvanecía y desaparecía en el aire, como un jirón más de niebla, con una sonrisa de burla sobre sus rasgos pálidos.

-¡En nombre de Valka! -exclamó sintiendo que se le ponían de punta los pelos de la nuca-. ¿Qué clase de brujería demoniaca es ésta?

La tormentosa risotada de Felnar retumbó a su alrededor, la forma del hombre se convirtió en una sombra que se fue haciendo más y más grande en medio de la tenue neblina, mientras su rostro cambiaba...

-En efecto, ha sido la brujería, oh, Kull, lo que te ha engañado para atraerte hasta el fin del mundo, donde tus dioses ya no pueden protegerte, y donde no cuentas con ayuda alguna contra mi cólera.

La neblina se aclaró entonces y Kull vio el rostro del hombre. No era un rostro, ¡sino una máscara de hueso blanco y desnudo! Una calavera sin carne, que parecía sonreír con una mueca, y que se levantaba sobre la estructura de un guerrero que poseía un cuerpo poderoso. Una calavera de marfil, en cuyas cuencas huecas, vacías y sombreadas ardían dos lenguas lívidas de llamas bailoteantes, que ocupaban el lugar de unos ojos humanos.

- ¡Thulsa Doom!

La máscara de la muerte le miró como un fantasma de pesadilla desde aquellos pozos escarlata del infierno, y la espada flameó con una radiación verdosa que pareció lamer los blanqueados huesos, otorgándole una ilusión de vida y movimiento.

-Así es, Kull de Valusia. Soy Thulsa Doom, ¡el más poderoso de los brujos de la tierra! La última vez que nos encontramos ya te advertí que volveríamos a enfrentarnos..., ¡y esa hora ha llegado!

Una horrible risotada helada brotó de entre las mandíbulas abiertas de la calavera, y Kull sintió que la sangre se le helaba en las venas. ¡Thulsa Doom! ¡El más poderoso maestro de la magia negra que existía en los Siete Imperios! En cierta ocasión había atraído a Kull hacia las aguas mortales del lago prohibido, empleando para ello un truco similar a éste. Kull recordaba bien a la gata de Delcardes, su antigua sabiduría y su voz susurrante. Gracias a la buena suerte de Kull, o a la mano protectora de los  dioses que habían intervenido para salvarle, había logrado escapar de la trampa tendida por el brujo. Pero ahora se encontraban frente a frente, en los oscuros territorios situados en el fin del mundo, donde ningún dios podía intervenir.

-Yo, que en otros tiempos serví a la serpiente, juré acabar contigo, perro salvaje atlante, y ahora ha llegado ese momento. Has sido un estúpido al confiar en lo que te dictaban tus sentidos... La condesa sigue viviendo en Valusia, sumida en un sueño encantado, y no fue más que un demonio de niebla del fin del mundo el que cabalgó conmigo, a la grupa de mi caballo, como un fantasma brumoso que se parecía a ella, mientras que yo adoptaba una figura semejante a la de un farsuno. Pero ahora ya nos hemos encontrado, Kull, y de este encuentro sólo uno de los dos regresará desde el sol naciente.

Lucharon allí mismo, envueltos por la niebla, espada contra espada, y el brujo era fuerte e incansable como una estatua de hierro negro, mientras que Kull se hallaba agotado por los incontables días de búsqueda, por la dura cabalgada y las noches sin descanso. El acero chocó contra el acero y en cada uno de los golpes que propinaba contra la espada de fuego verde, Kull sentía que la fortaleza abandonaba su cuerpo. los brazos le pesaban como si fueran de plomo, el cerebro se le apagaba a causa del agotamiento, su poderoso pecho jadeaba en busca de aire limpio, como si se encontrara luchando por debajo de unas frías aguas muertas que se aplastaran contra él, entumeciéndole la carne.

Se dio cuenta entonces de que el brujo cadavérico luchaba con un arma mágica. Pero, a pesar de todo, siguió luchando, extrayendo fuerzas de pozos de fortaleza que nunca se había visto obligado a utilizar hasta entonces. Y, mientras luchaba, la voz fría del brujo resonaba burlonamente en sus oídos.

- ¡Así, Kull, lucha, lucha! Lucha hasta que agotes la última gota de fortaleza que te quede, y caigas a mis pies como una estatua de piedra, incapaz de moverte más. Porque a cada golpe que das, atlante, mi espada encantada extrae la fortaleza de tu brazo y la vierte sobre el mío. Y debes saber, Kull, que luches como luches, no podrás acabar conmigo, pues yo ya he muerto hace mucho tiempo, según la muerte que conocen los hombres, y no se sabe que la vida pueda morir dos veces.

El agotamiento pendía sobre Kull como si llevara puesta una espesa armadura de plomo sólido. Aunque los jirones de niebla eran fríos y húmedos, el sudor le brotaba del rostro, escociéndole en los ojos. Parecía como si tuviera los pulmones llenos de fuego, y la garganta tan reseca como si fuera una momia polvorienta. Habría cambiado sus posibilidades de alcanzar el paraíso por un buen trago de vino tinto fresco.

Y entonces, desde alguna parte, más allá de la niebla que se arremolinaba, surgió una voz que pronunció su nombre con tono de urgencia.

-¡La espada, Kull! ¡Cambia de espada con el diablo! ¡Arráncasela de la mano!

No sabía de dónde habían podido surgir aquellas palabras pero, a pesar de su agotamiento, sus manos exhaustas obedecieron a la voz sin pensarlo ni un momento. Golpeó con dureza y sintió que la fortaleza se le escapaba y le dejaba casi paralizado en el momento en que la espada verde detuvo el golpe de la suya. Luego, le hizo dar la vuelta hacia arriba y hacia fuera, con aquella finta que sólo conocían los buenos espadachines para trabar las hojas y desarmar al enemigo..., ¡y allá fue!, la espada verde salió volando y Thulsa Doom quedó desarmado.

A través de la niebla apareció entonces la figura inesperada de Kelkor, el lemur, húmedo de la cabeza a los pies, pues había cruzado a nado el ancho Stagus, incapaz de permitir que el rey afrontara solo aquel combate en un terreno desconocido. Recogió con una mano la espada de fuego verde y se la arrojó al debilitado Kull, que la agarró por la empuñadura y experimentó de inmediato un estremecimiento de pura fuerza que le recorrió el brazo desde la punta de la espada. Emitió una dura risotada y le lanzó su propia espada a Thulsa Doom.

-¡Has caído en tu propia trampa, brujo! ¡Veamos ahora cómo funcionan tus trucos mágicos! -graznó, con la lengua reseca.

Volvieron a luchar, envueltos por aquella neblina intemporal, pero ahora la situación había cambiado por completo. Cada vez que la espada flamígera de Kull se encontraba con el acero del brujo, un ramalazo de fortaleza fluía por su debilitado cuerpo. El cansancio desapareció de sus doloridos músculos, la visión se le aclaró, y su cerebro hasta entonces obnubilado se puso alerta. La apagada y pesada armadura del agotamiento le abandonó, trozo a trozo, y luchó de una forma extraordinaria, haciendo retroceder al brujo, ahora silencioso, hasta obligarle a caer de rodillas.

Ahora le tocó el turno a Thulsa Doom de sentir el frío hálito del destino soplando sobre su desnudez. Le brillaban las extremidades a causa del sudor, temblaba de agotamiento, y su pecho se agitaba, jadeante, ávido por aspirar el aire. Por muy muerto que estuviera, por mucha fuerza mágica vital que poseyera, el brujo sintió que su vida artificial se le escapaba gota a gota de su cuerpo, ante el avance implacable del atlante. Llamó en su auxilio a la serpiente, su voz se elevó en un grito agudo de enloquecido terror, invocó a los demonios que otras veces le habían servido, pero supo, de una forma terrible y despiadadamente definitiva, que a un truco se le pueden dar las tornas para volverse contra quien lo ha empleado primero, pues aquí, en el Reino de las Sombras, en los confines del mundo, donde ni dioses ni demonios tenían poder alguno, sus demonios no podían ayudarle, del mismo modo que los dioses de Kull tampoco le habían servido de nada al atlante.

La lucha no terminó con rapidez, pero terminó al fin. Kull traspasó el pecho de Thulsa Doom con la hoja verdosa. Le atravesó el corazón, y Kull la dejó allí, para que absorbiera la poca fortaleza que le quedaba al brujo, mientras la radiación verde brillaba más y más, a medida que la vida se desvanecía del cuerpo del brujo, que se fue encogiendo lentamente, hasta quedar convertido únicamente en un pequeño montón de polvo gris.

Kull dejó la espada donde la había hincado y se volvió para tomar a Kelkor firmemente de la mano.

-Puedes pedirme el alto mando de los asesinos rojos, tanto si eres lemur como si no -le dijo, dándole unas palmadas en el hombro-. Si he podido derrotar aquí la magia de un demonio, dudo mucho que no pueda rechazar una ley vacía de contenido en Valusia.

 

 

Brule salió a su encuentro, en la orilla del río, cuando regresó en compañía de Kelkor, después de haber cruzado a nado las ondulantes aguas del Stagus.

-¿Habéis llegado hasta el fin del mundo, Kull? –preguntó una vez intercambiados los saludos.

El rey emitió una risa hueca.

-¡En el nombre de Valka, picto! No, no lo he visto, pero en lugar de eso llegué hasta el fin de la vida.

-¿Qué hacemos ahora, Kull? ¿Hacía dónde nos dirigimos?

El rey vació un pellejo de vino, se limpió y emitió un gran suspiro de alivio.

-Nos volvemos por donde hemos venido. Es un largo camino, pero el terreno se extiende libre ante nosotros. Según dicen, nadie ha regresado de más allá del sol naciente. Quizá, pero ya hemos hecho añicos otros mitos antes de ahora.

Poco después, la voz de Kelkor resonó como el hierro.

-¡Adelante.... asesinos rojos!

Y las trompetas resonaron.

 

 

El camino de regreso hacia el oeste fue largo, duro y agotador, pero terminó por fin. Y al final del camino esta vez se encontraba Valusia, un hogar.

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