El estruendo del gong
En alguna parte, en la ardiente
oscuridad, se inició un latido. Una cadencia pulsante, sin sonido alguno
pero vibrante de realidad, envió sus largos tendones ondulantes que
fluyeron a través del aire irrespirable. El hombre se agitó,
tanteó a su alrededor con manos de ciego y se sentó. Al
principio, tuvo la impresión de hallarse flotando sobre las olas
uniformes y regulares de un océano negro, que se elevaba y
descendía con una monótona regularidad que, de algún modo,
le producía dolor físico. Era muy consciente del latir y el
pulsar del aire, y extendió las manos como si pretendiera coger las olas
que se le escapaban. Pero ¿estaban esos latidos en el aire que le
rodeaba, o sólo en el cerebro que había dentro de su
cráneo? No podía comprenderlo y, entonces, se le ocurrió
una idea fantástica: la sensación de hallarse encerrado dentro de
su propio cráneo.
El pulsar se
empequeñeció, se centralizó; se sostuvo la dolorida cabeza
con las manos y trató de recordar. Recordar..., ¿qué?
-Esto es algo muy extraño
-murmuró-. ¿Quién o qué soy yo? ¿Qué
lugar es éste? ¿Qué ha ocurrido y por qué estoy
aquí? ¿He estado siempre aquí?
Se puso en pie y trató de
mirar a su alrededor. La mayor de las oscuridades se encontró con su
mirada. Forzó los ojos, pero ni un solo atisbo de luz salió a su
encuentro. Empezó a caminar hacia adelante, vacilante, con las manos
extendidas ante él, buscando la luz de una forma tan instintiva como
pudiera hacerlo una planta.
-Seguramente, esto no lo es todo
-musitó-. Tiene que haber algo más..., ¿qué es
diferente de esto? ¡La luz! lo sé... Recuerdo la luz, aunque no
recuerdo lo que es la luz. Seguramente, he conocido un mundo diferente a
éste.
A lo lejos empezó a
aparecer una débil luz grisácea. Se apresuró hacia ella.
El resplandor se hizo más amplio, hasta que parecía como si
avanzara por un corredor largo que se fuera ensanchando más y
más. Entonces, de repente, salió a la débil luz de las
estrellas y sintió el viento frío sobre su rostro.
-Esto es la luz -murmuró-,
pero todavía no lo es todo.
Sintió y reconoció
una sensación de altura terrorífica. Altura por encima de
él, incluso con sus ojos, y también por debajo de él, como
si grandes estrellas relucieran en un majestuoso océano cósmico
parpadeante. Frunció el ceño, abstraído, mientras
contemplaba estas estrellas.
Entonces, se dio cuenta de que no
estaba solo. Una forma alta y vaga se elevaba ante él, bajo la luz de
las estrellas. Se llevó instintivamente la mano hacia la cadera
izquierda, y después la dejó colgar, fláccida. Estaba
desnudo, y ningún arma pendía de su costado.
La forma se acercó
más y vio entonces que se trataba de un hombre, aparentemente muy
anciano, aunque sus rasgos eran indistintos e irreales a la débil luz.
-¿Eres nuevo?
-preguntó la figura con una voz clara y profunda, que sonaba como el
tintineo de un gong de jade.
Ante ese sonido, un repentino
fragmento de recuerdos surgió en el cerebro del hombre que había
oído la voz.
Se frotó la barbilla,
desconcertado.
-Anora lo recuerdo -dijo-. Soy
Kull, rey de Valusia... Pero ¿que estoy haciendo aquí, sin
vestiduras ni armas?
Ningún hombre puede llevar
nada consigo cuando cruza la puerta -dijo el otro, crípticamente-.
Piensa, Kull de Valusia, ¿no sabes cómo has llegado hasta
aquí?
-Estaba de pie, ante la puerta de
la sala del consejo -contestó Kull, perplejo-, y recuerdo que el
vigía de la torre exterior golpeó el gong para indicar la hora, y
entonces, de repente, el estruendo del gong se transformó en un salvaje
y repentino flujo de sonido que parecía querer hacerlo todo
añicos. Todo se oscureció a mi alrededor y, por un instante, unas
chispas rojas se encendieron ante mis ojos. Luego, desperté en una
caverna, o en una especie de corredor, sin recordar nada.
-Pasaste a través de la
puerta, y eso siempre parece oscuro.
-Entonces, ¿estoy muerto?
¡Por Valka! Algún enemigo tiene que haberme atraído por
entre las columnas del palacio y haberme alcanzado cuando me encontraba
hablando con Brule, el guerrero picto.
-No he dicho que estés
muerto -replicó la débil figura- A veces, la puerta no se cierra
del todo. Esas cosas ya han ocurrido antes.
-Pero ¿qué lugar es
éste? ¿Es el paraíso o el infierno? Este no es el mundo
que he conocido desde que nací Y esas estrellas... Nunca las
había visto antes. Esas constelaciones son mucho más poderosas y
feroces de lo que había visto en mi vida.
-Hay mundos más
allá, universos que están tanto dentro como fuera de los
universos -dijo el anciano-. Estás en un planeta diferente a
aquél sobre el que naciste; estás en un universo diferente y, sin
duda, en una dimensión diferente.
-Entonces, debo de estar muerto.
-¿Qué es la muerte,
sino una travesía de eternidades y un cruzar de océanos
cósmicos? Pero yo no he dicho que estés muerto.
-Entonces, ¿dónde
estoy, en el nombre de Valka? -rugió Kull, agotada ya su escasa
paciencia.
-Tu cerebro de bárbaro se
aferra a las concreciones materiales -respondió el otro con
tranquilidad-. ¿Qué importa dónde te encuentres, o si
estás muerto, como tú lo llamas? Formas parte del gran océano
que es la vida, que baña todas las orillas, y tanto formas parte de
él en un lugar como en otro, y seguro que finalmente regresarás a
la fuente que dio origen a toda la vida. En cuanto a eso, te hallas sujeto a la
vida durante toda la eternidad, con tanta seguridad como se hallan sujetos un
árbol, una roca, un ave o un mundo. ¿Y llamas muerte al hecho de
abandonar tu diminuto planeta, a separarte de tu cruda forma física?
-Pero todavía tengo mi
cuerpo.
-Yo no he dicho que estés
muerto, como tú lo llamas. En cuanto a eso, puede que estés
todavía en tu diminuto planeta, al menos por lo que sabes. Hay mundos
dentro de los mundos, universos dentro de los universos. Existen cosas
demasiado pequeñas o demasiado grandes para la comprensión
humana. Cada guijarro de las playas de Valusia contiene incontables universos
dentro de sí mismo, y él mismo, en su conjunto, forma parte del
gran pian de todos los universos, como el sol que tú conoces. Tu
universo, Kull de Valusia, puede ser un guijarro en la orilla de un poderoso
reino. Has traspasado las fronteras de las limitaciones materiales. Puede que
te encuentres en un universo que acabe formando la piedra preciosa que llevabas
en el trono de Valusia, o ese universo que sabes se encuentra en la
telaraña que hay ahí, sobre la hierba, a tus pies. Te digo que el
tamaño, el espacio y el tiempo son relativos y no existen en realidad.
-Seguramente eres un dios,
¿verdad? -preguntó Kull, con curiosidad.
-La simple acumulación de
conocimientos y la adquisición de sabiduría no convierte a nadie
en un dios -contestó el otro con impaciencia-. ¡Mira!
Una mano se adelantó en
las sombras y señaló hacia las grandes y resplandecientes gemas
que eran las estrellas. Kull miró y se dio cuenta de que se
transformaban con rapidez. Lo que tenía lugar era como un constante ondular,
como un cambio incesante de diseño y de pauta.
-Las estrellas «sempiternas»
cambian a su propio ritmo, con la misma rapidez con que surgen y se desvanecen
las razas de los hombres. Ahora mismo, mientras observamos lo que son planetas,
hay seres que surgen del légamo de lo primigenio, que empiezan a
ascender por los largos y lentos caminos de la cultura y la sabiduría,
mientras que otros están siendo destruidos con sus mundos moribundos.
Todo es vida y forma parte de la vida. Para ellos, parece miles de millones de
años; para nosotros, no es más que un momento. Toda la vida.
Kull observó, fascinado,
mientras las enormes estrellas y las poderosas constelaciones parpadeaban
refulgentes, se apagaban y se desvanecían, y otras, igualmente
radiantes, ocupaban sus lugares, para verse suplantadas a su vez por otras.
Entonces, de repente, la ardiente
oscuridad volvió a fluir sobre él, apagando todas las estrellas,
como si se tratara de una espesa niebla, y oyó un tintineo débil
y familiar.
Se encontró de pie,
retrocediendo. La luz del sol rasgó sus ojos, las altas columnas y
paredes de mármol de un palacio, las amplias ventanas cubiertas de
cortinajes, a través de las cuales penetraba la luz del sol como oro
fundido. Se pasó una mano rápida y aturdida por todo el cuerpo, palpando
sus vestiduras y la espada que pendía de su costado. Estaba cubierto de
sangre; una roja corriente le brotaba de un corte superficial en la sien. Pero
la mayor parte de la sangre que cubría sus extremidades y sus ropas no
era suya. A sus pies, sobre un horripilante charco carmesí, yacía
lo que antes había sido un hombre. El tintineo que había
oído cesó, produciendo ecos.
-¡Brule! ¿Qué
es esto? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde he estado?
-Habéis estado a punto de
hacer el viaje a los reinos de la muerte -contestó el picto con una
mueca despiadada, al tiempo que limpiaba la hoja de la espada-. Ese
espía esperaba apostado tras una de las columnas, y se abalanzó
sobre vos como un leopardo en el momento en que os volvisteis hacia mí
para decirme algo. Quien haya planeado vuestra muerte tiene que ejercer un gran
poder para enviar a un hombre así a su condena segura. Si no hubiera
vuelto la espada en la mano y golpeado oblicuamente en lugar de hacerlo recto,
como lo hizo, habríais terminado ante él con una brecha en el
cráneo en lugar de estar aquí ahora, de pie, meditando a causa de
una herida superficial.
-Pero, seguramente, eso
sucedió hace horas -dijo Kull.
Brule se echó a
reír.
-Todavía estáis
aturdido, mi señor. Desde el momento en que saltó sobre vos y
caísteis al suelo, hasta el momento en que le atravesé el
corazón, ningún hombre habría podido contar siquiera los
dedos de una mano. Y durante el tiempo que permanecisteis tumbado en el suelo,
sobre su sangre, hasta el momento en que os habéis incorporado, no habrá
transcurrido más que el doble de ese tiempo. ¿Veis?, Tu no ha
llegado todavía con las vendas, y eso que salió precipitadamente
a buscarlas en cuanto fuisteis herido.
-Si tú lo dices, debes tener razón -dijo Kull-. No lo entiendo muy bien, pero justo antes de ser atacado oí el estruendo del gong que daba la hora, y aún seguía sonando cuando recuperé el sentido... Brule, el tiempo y el espacio no existen, pues he realizado el más largo viaje de mi vida, y he vivido incontables millones de años durante el tiempo que ha tardado en desvanecerse el sonido del gong.