Hechicero y guerrero
Tres hombres se hallaban sentados
ante una mesa, enfrascados en un juego con piezas de marfil tallado. Por encima
del alféizar de la ventana abierta penetraba una débil brisa.
cargada con el pesado perfume de las rosas del jardín que había
más allá, iluminado por la luna.
Tres hombres sentados ante una
mesa. Uno era un rey, el segundo un príncipe de casa noble y antigua, y
el tercero el jefe de una nación bárbara y terrible.
-¡Punto! -dijo Kull, rey de
Valusia, al tiempo que movía una de las figuras de marfil sobre el
tablero-. Mi hechicero mantiene a raya a tu guerrero, Brule.
Brule asintió, pensativo,
y estudió la posición de las piezas. No era un hombre tan
corpulentu como el rey, aunque sí de constitución firmemente
anudada, compacta y, sin embargo. ágil. Si el rey Kull era como un tigre,
Brule era como un leopardo. Este Brule era un picto, salvaje y moreno como
todos los de su raza, que mostraba desnudo el cuerpo bronceado, a
excepción del faldón de cuero y el cinturón hecho de
discos de plata.
Sus rasgos inmóviles y su
cabeza orgullosamente levantada encajaban muy bien ccn el cuello, grueso y
musculoso, con los fuertes hombros delgados y con el pecho amplio. Esta
musculatura, elegante y poderosa, constituía una de las
características de su tribu, bárbara y guerrera, de las islas pictas,
pero había un aspecto en el que difería de sus compañeros
de tribu. Mientras que ellos poseían relucientes ojos negros, los suyos
ardían con un extraño y profundo azul. Alguna parte de su sangre
debía de estar mezclada con alguna vaga descendencia de los celtas, o de
aquellos salvajes diseminados que vivían en cuevas de hielo en el
frío norte, cerca de la distante y fabulosa Thule.
Brule contempló
pensativamente el tablero y sonrió con expresión inexorable.
-A raya? Quizá. Pero
siempre resulta difícil derrotar a un hechicero, Kull, ya sea en este
juego, o en el otro gran juego rojo de la guerra. ¡Ah! Hubo un tiempo en
que mi propia vida dependió del equilibrio de poder entre un hechicero
picto y yo mismo. Él poseía encantamientos y yo sólo
disponía de mi espada de hierro bien forjada.
Bebió profundamente de la
copa de vino tinto que tenía junto a su codo.
-Cuéntanos tu historia,
oh, Brule -pidió el tercer jugador.
Ronaro, príncipe de la
gran casa de Atl Volante, era un joven esbelto y elegante, dotado de una
espléndida cabeza, unos exquisitos ojos morenos y un rostro de mirada
intensa e inteligente. En este trío tan extrañamente mal
conjuntado, Ronaro era el patricio innato, el tipo más noble que hubiera
producido jamás la aristocracia ilustrada del antiguo reino de Valusia.
los otros dos eran, en cierto modo, su antítesis. Ronaro había
nacido en un palacio; de los otros, uno había visto la primera luz del
día desde la boca de una cabaña hecha de zarzas, y el otro desde
una cueva. Ronaro podía seguir su árbol genealógico hasta dos
mil años atrás, a través de una variada serie de duques y
caballeros, príncipes y estadistas, poetas y reyes. Incluso Brule, el
picto salvaje, sabía algo sobre sus ascendientes y podía citarlos
hasta remontarse uno o dos siglos en el pasado, y entre ellos había
capitanes vestidos de piel, guerreros coronados de plumas. Sabios chamanes con
máscaras de calavera de bisonte y collares hechos con huesos de dedos
humanos, y hasta el rey de una isla o dos, y un héroe legendario
semidivinizado para las fiestas que celebraban las habilidades guerreras y el
valor sobrehumano. En cuanto a Kull, sin embargo, sus antepasados eran un
misterio. Ni siquiera conocía los nombres de sus padres. Había
surgido desde las profundidades de una oscuridad sin nombre, para convertirse
en rey de un glorioso imperio.
Pero en los semblantes de estos
tres hombres brillaba una igualdad que superaba las trabas del nacimiento o de
la circunstancia: la aristocracia natural de la verdadera masculinidad. A pesar
de sus orígenes y su pasado tan diferente, estos tres hombres
habían nacido patricios, cada uno a su modo. los antepasados de Ronaro
eran reyes, los de Brule salvajes jefes y, en cuanto a los de Kull,
podrían haber sido esclavos..., ¡o dioses! Pero cada uno de ellos
poseía ese aura indefinible que distingue al hombre verdaderamente
superior y hace añicos la ilusión de aquellos que pretenden que
todos los hombres nacen iguales.
-Bueno -empezó a decir
Brule con los ojos azules oscurecidos por sombras melancólicas-, eso
sucedió en mi primera juventud. Sí, fue durante mi primera
incursión guerrera contra la tribu de Sungara. Hasta ese día,
nunca había recorrido el sendero de la guerra. Bueno, en realidad, ya
había tenido un atisbo de lo que significa matar a un hombre en reyertas
de pesca y en fiestas tribales, pero nunca había luchado contra los
enemigos de mi pueblo, ni me había ganado las cicatrices propias de los
asesinos de lanzas, el clan guerrero de élite de mi pueblo.
Y. al decir esto, se
indicó el pecho desnudo, donde Kull y Ronaro pudieron obsenr las tres
cicatrices horizontales, que brillaban con un blanco pálido contra la
atezada piel de su poderoso pecho.
Mientras Brule seguía
hablando, el príncipe Ronaro le observó con un creciente
interés. Estos bárbaros, con sus actitudes tan simples y directas
y su vitalidad ruda y primitiva no dejaban de intrigar y fascinar al joven
noble. Los años que había pasado en
-Vos, Kull, y también
tú, Ronaro, sois de raza y de nación diferentes, pero nosotros,
los de las islas, somos todos de la misma sangre y la misma lengua, aunque nos
hayamos dividido en muchas tribus, Cada tribu posee sus costumbres y tradiciones
que le son propias y peculiares. Cada una de ellas cuenta con su propio jefe.
Pero todas las tribus se inclinan ante Nial del Tatheli, el gran jefe de la
guerra, que gobierna las islas como dueño y señor, aunque dirija
las riendas del reino con mano ligera.
»Nial no se entromete en los
asuntos de las tribus, ni impone tributos o tasas, como decís los
pueblos civilizados, excepto a los nargi, los danyo y los asesinos de ballenas
que habitan en la isla de Tathel y que se hallan bajo su protección. De
ellos sí recibe tributos, pero nunca de los de mi propio pueblo, los
bornis, ni de ninguna otra tribu. Cuando dos tribus entran en guerra, él
mira hacia otro lado, a menos que su propia isla se vea en peligro. Y una vez
que se ha librado y ganado la guerra, arbitra entre las dos tribus
contendientes, para decidir qué mujeres raptadas deben ser devueltas,
qué pagos de guerra no deben hacerse, qué precio de sangre ha de
pagarse por la matanza, y así sucesivamente. Y sus juicios son
definitivos y absolutos.
»Si los lemures, los celtas, los
atlantes o cualquier otra nación extranjera decidieran emprender la
guerra contra cualquiera de las tribus, él ordena a todas que se
reúnan como una sola para repeler al invasor y, así, ha llegado a
suceder que bornis y sungaras, el pueblo de los lobos o la tribu de la isla
roja han luchado los unos junto a los otros, olvidadas todas sus rencillas. Y
es bueno que eso sea así.
»En la época de la que
estoy hablando, los sungaras eran nuestros enemigos. Habían traspasado
los límites de nuestros territorios y trataban de arrebatarnos cierto
valle que era nuestro terreno de caza preferido. Nial lo sabía, desde
luego, pero cuando entablamos la guerra no se interpuso. Yo, como joven
guerrero, que no estaba aún entrenado en la batalla, fui con mis camaradas.
Al principio me sentí entusiasmado, pues por fin probaría por
primera vez la fama de la guerra. Anhelaba recibir estas orgullosas cicatrices
sobre mi, por aquel entonces, terso pecho, lo mismo que algunos hombres anhelan
a las mujeres, el oro o las coronas reglas. Sólo si demostraba mis
habilidades en la guerra podría ser iniciado y admitido entre los
asesinos de la lanza, y pertenecer así a la élite de guerreros de
ese orgulloso clan. Decidí destacar sobre todos los demás
jóvenes de mi edad, y en eso consistió mi error..., ¡y
ahí encontré mi oportunidad! Pero me adelanto demasiado a la
narración de mi historia.
Mientras escuchaba pensativo. con
la barbilla apoyada sobre su poderosa mano, la mente de Kull conjuró
visiones de su propia niñez en los bosques, al tiempo que Brule
continuaba narrando su historia.
-Los hechiceros de mi tribu nos
pintaron la cara con el azul pastel que es sagrado para los dioses del cielo, e
impregnaron las bojas de nuestras lanzas y espadas de bronce con el color
mágico. Un gran orgullo me henchía el corazón porque yo,
Brule, era el único de entre todos los demás guerreros que no
llevaba hoja de pedernal o bronce, sino una espada de buen hierro forjado.
Ésta era mi primera incursión, y para ese acontecimiento tan
importante para mí, mi padre puso en mis manos su propia espada de
hierro. Se la había comprado años antes a un mercader de Valusia,
y no había otra espada como aquella en toda la nación bornis. Ni
siquiera los miembros coronados de plumas de la élite, los pertenecientes
al famoso clan guerrero, llevaban un arma tan poderosa.
»Antes del amanecer, nos pusimos
en marcha a través de los verdes bosques y la niebla gris, y cruzamos
las amplias marismas, dirigiéndonos hacia las lejanas montañas
que se elevaban como formas purpúreas y brumosas, a través de la
neblina, como viejos reyes envueltos en túnicas de terciopelo que
dormitaran sobre sus poderosos tronos.
»El agua de las marismas estaba
fría y legamosa, y mientras la vadeábamos desgarramos la capa de
podredumbre verde que se había acumulado en la superficie, y un olor
nauseabundo invadió nuestras narices, como un hedor insoportable
procedente de los pozos más profundos del infierno. Avanzamos en una
larga hilera uniforme, con cada guerrero marchando cerca del jefe de su clan.
Resultaba dificil vernos los unos a los otros, pues el sol había
empezado a rasgar el aire tenue con una radiación escarlata y sus rayos
cálidos no hicieron sino espesar la niebla que se elevaba sobre las
quietas aguas como el humo de un bosque incendiado. No tardé en perderme
en medio de aquella niebla blanca. Eso se debió en parte a mi propio
error pues, en mi avidez por sobrepasar a los demás jóvenes, me
adelanté demasiado, distanciándome deliberadamente de ellos.
»Todo era un silencio pesado y amodorrante,
un calor húmedo, el hedor del agua corrompida, los lentos y aceitosos
chapoteos de mis muslos moviéndose a través de las aguas
estancadas. La empuñadura de mi espada, envuelta en correas, estaba
húmeda a causa del sudor de las palmas de mis manos. Mi
respiración era agitada y se producía de forma superficial y
jadeante, y mi corazón latía con avidez y golpeaba con fuerza
contra la jaula de mis costillas.
»Entonces, unos juncos rojos me
azotaron el vientre y los muslos y salí del agua y me deslicé con
rapidez y en silencio por entre un prado de alta hierba, perlada y cubierta de
rocío. Ahora, me había adelantado bastante con respecto a nuestra
vanguardia, y antes de que se levantara la niebla ya me encontraba subiendo las
montañas. No se percibía la menor señal o sonido de
nuestros enemigos, los guerreros sungaras, y mi propio pueblo todavía se
encontraba muy atrás, perdido entre la niebla.
»EI valle por el que
luchábamos se hallaba delante, más allá de una escarpadura
rocosa. No tardé en ascender como una cabra montesa entre los grandes e
impresionantes cantos rodados de dura marga y granito desgastado por el tiempo.
El polvo me raspaba por debajo de las sandalias húmedas. Al cabo de
poco, mis piernas húmedas y desnudas se hallaban cubiertas de un polvo
arenisco hasta la altura de medio muslo.
»Fue entonces cuando me
encontré con mi enemigo.
»Se encontraba de pie sobre un
espacio plano, en lo alto de una poderosa roca que dominaba la extensión
de terreno cubierto por la niebla, como la cabeza de un titán
caído transformada en piedra eterna por la implacable
petrificación de eones inconmensurables. Nos vimos el uno al otro en el
mismo y fugaz instante.
»Era Aa-thak, el rey hechicero de
los sungaras, alto y feroz como un halcón de bronce, con su cuerpo
delgado horriblemente cubierto de pieles, plumas y cuentas de brillantes
colores. Siete calaveras humanas le colgaban de una traílla de cuero
negro que llevaba colgada al cuello. La calavera de un león gigantesco
formaba su casco, y los colmillos marfileños de la mandíbula
superior trazaban sombras sobre las cejas pintadas. No llevaba armas, pero en
una mano de aspecto ágil sostenía un gran bastón dc mando,
de madera negra tallada con bárbaros rostros demoniacos y terribles
glifos de alguna especie de lenguaje mágico. A pesar de todo mi animoso
coraje juvenil, el corazón se me hundió en el pecho al verle,
pues sabía la mala suerte que había tenido. Anhelaba y estaba
dispuesto a medir mi habilidad guerrera, mi valor masculino y el temple de la
espada de hierro de mi padre, pero ¿qué guerrero puede luchar
contra el increíble poder de la más negra de las magias?
»Al verme, sus ojos
relampaguearon con una llamarada dorada, como la mirada feroz del halcón
que está de caza y se enciende al detectar a la presa impotente. Me di
cuenta entonces de que se había colocado allí para detener a
nuestros guerreros con su hechicería, y al levantar el bastón de
ébano tallado contra mí lo reconocí como la varita y el
cetro de su mágico poder, pues había visto un duplicado en manos
del chamán de mi propia tribu. Yo mismo le había visto producir,
con ese mismo bastón, extrañas maravillas ante las
imágenes de los dioses, durante las fiestas y los sacrificios de la
temporada. Pero no en la guerra. Nosotros, los bornis, no utilizamos la magia
en la guerra. El vil sungaras, sin embargo, se proponía utilizar las
fuerzas negras de una magia impía contra nuestros desprevenidos
guerreros.
»Aunque la sangre se me
heló en las venas con un temor supersticioso, mi corazón se
endureció con un acceso de rabia y furia, convertido en un puño
de hicrru, al darme cuenta de este sucio truco de nuestros innobles enemigos.
»Aa-thak se adelantó un
paso sobre la suave superficie de la roca, cortándome el paso y
señalándome con su bastón negro. Durante todo el rato, sus
brillantes ojos de halcón se fijaron intensamente en los míos,
como dos carbones gemelos y encendidos. Sus labios, duros y delgados, tan
crueles como el pico del halcón, pronunciaron un nombre, ante cuyas
terribles sílabas parecieron gemir las montañas y estremecerse
las rocas por debajo de nosotros.
»De una forma instintiva,
levanté mi espada contra él, como si me dispusiera a parar un
golpe. Cuando la conmoción hormigueante de su magia me golpeó y
me atontó el cuerpo desde la cabeza a los pies, el hierro de la espada
se puso al rojo vivo contra la palma de mi mano, a pesar de los correajes de
cuero que envolvían la empuñadura. Me chamuscó como un
hierro al rojo. Por un momento, mi visión se debilitó, mis
músculos se ablandaron como la cera caliente, mi cerebro quedó
envuelto por las brumas..., ¡pero eso sólo fue un momento! La
espada de hierro parecía zumbar, caliente en mi mano, y el
entumecimiento desapareció de repente de mi cerebro.
»Sus ojos me miraron,
extrañados. Su semblante rígido perdió la dura seguridad
de su expresión. Entonces me di cuenta de que, de algún modo, sin
saber cómo ni por qué, el hierro frío de mi vieja espada
había embebido o desviado por completo toda la fuerza del golpe de su
brujería.
»Volvió a dirigirme una
oleada de fuerza helada. Mi conciencia se tambaleó de nuevo como el
parpadeo de la llamada de una vela azotada por una repentina ráfaga de
viento. Pero, una vez más, el hierro del arma absorbió o
reflejó el rayo de poder mágico que había dirigido contra
mí.
»El tiempo pareció quedar
en suspenso. El mundo se hundió a nuestro alrededor
envolviéndonos como un globo de pesado cristal. Nada existía
dentro de aquella esfera de silencio, excepto el hechicero y el guerrero. Nos
encontrábamos en un punto muerto, como si hubiéramos hecho
tablas, como en un juego. Sus hechizos quedaban anulados por mi hierro. No
podía vencerme con su extraño poder, pero yo tampoco podía
avanzar un solo paso contra las paralizantes oleadas de fuerza que me obligaban
a permanecer donde estaba, como si hubiera echado raíces en la roca. Y
nos quedamos así, en aquel callejón sin salida.
-¿Qué
ocurrió entonces? -preguntó Kull tras aclararse la garganta.
El picto sonrió con una
mueca.
-lancé mi espada hacia
adelante y corté su bastón en dos con la misma facilidad con que
un hacha pueda cortar un árbol pequeño -contestó Brule
echándose a reír-. No podía mover los pies, pero sí
arrojar la hoja. Luego, le hundí dos buenos pies de hierro en las
entrañas, y derrotamos a los sungaras y les hicimos retroceder entre
gritos. Más tarde, Nial de Tatheli dictaminó en nuestro favor, y
aquel valle continuó siendo nuestro para siempre. ¡Y así
fue como me convertí en un asesino de la lanza! Es el movimiento
más sencillo, más evidente e inesperado lo que rompe toda
situación de punto muerto, del mismo modo que yo rompo vuestro jaque
mate, oh, rey...
Y su mano descendió
entonces sobre el tablero de juego y movió su pieza, apoderándose
del hechicero de marfil de Kull.
-Brule y Ronaro se echaron a
reír. Kull lanzó un gruñido de tristeza, y una sonrisa de
admiración se extendió sobre su rostro ceñudo e impasible.
-Has ganado la partida, Brule, y
no puedo objetar nada. Mis simpatías siempre estarán del lado del
guerrero en contra del hechicero. La magia fracasa, como no puede suceder de
otro modo, contra la fuerte voluntad y el ingenio del hombre, del mismo modo
que mi cerebro se tambalea bajo los efectos de este vino tan fuerte porque, de
otro modo, me habría dado cuenta de la trampa que me has tendido.
Pero, a pesar de todo, pidió más vino y propuso jugar otra partida.